Es frecuente que el deseo de
chupar una paleta no llegue a tener la osadía de presentarse cuando se
experimenta un alto grado de infelicidad. Sin embargo, si a un infeliz llega a
presentársele por vía de un tercero la posibilidad de acceder a esta congelada golosina,
no le quedará más remedio que optar entre dos alternativas: el rechazo,
motivado por apego al sentimiento de infelicidad, o la aceptación y consecuente
desprendimiento del apego antedicho.
Y es que la paleta obliga. En primer
lugar, a respirar. En el 100% de las ocasiones en que un chupador de paleta –amateur
o profesional– ejerza su actividad, lo primero que sobrevendrá será un suspiro
más o menos intenso. Quien suspira pone freno, disminuye la inercia. Las vertiginosas
actividades de la vida moderna pueden compararse con una extensa piscina que hay
que atravesar aguantando el aliento para ser recuperado solo al final de la
travesía.
Pero en el acto de respirar no se
agotan los beneficiosos efectos de la paleta. El factor termostático es
crucial. Por una parte refresca los tejidos con los que hace contacto de manera
directa, e indirecta por vía digestiva, y por otra parte, quizá la más
importante, disminuye la energía cinética de átomos y moléculas del cuerpo. El calor
ofusca, desordena; el frío tranquiliza, arregla.
Por último, la significación
erótica de la paleta como sustituto, y más aún como símbolo de la lactancia
materna, con su concomitante experiencia de tranquilidad, saciedad y confianza
en el mundo no pueden ser dejadas de lado. Así pues, que el acto de chupar
paleta y la infelicidad son experiencias radicalmente excluyentes, es una
verdad que cualquier ser humano, sin importar la etapa de la vida que atraviese,
puede certificar.
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