lunes, 31 de agosto de 2015

ESTUDIO SOBRE LA VACA

Basta con empezar a decir, por ejemplo, una vaca. Meterse en la vaca. Sentir lo que uno siente si se atraviesa una vaca en este momento aunque sea en el potrero de la imaginación.

Sentirlo de verdad. Uno de los sentimientos usuales es que la vaca nos es indiferente. Pero si la miramos bien, si nos adentramos en su bovina esencia…

Mientras en su bovina esencia le veo y le gozo…

El tema religioso es ineludible; y de la vaca a lo religioso no hay más que un paso, un mugido, baste con decir que en la india las vacas son sagradas, que los dioses hindúes parecen en Córdoba, Antioquia, tocando la cítara mientras al fondo pastan unos toros cebú…

(El ultra diestro por ahí, matando vacas sagradas, gente y dioses hindúes; dándole bala a Krishna –reguero de sangre azul– a Shajti, a Ghana, Ghanesh, Hanuman, y todos los demás).

Pero no nos engañemos; esas son asociaciones mentales de la vaca, vamos a la emoción:  Algo bonito de la vaca es el hocico. Siempre húmedo, siempre brillante, con esos puntitos. El hocico de la vaca siempre es nuevo. Y la lengua de la vaca, como de lija. Recuerdos pueden venirse pegados de la vaca, recuerdos personales: una vaca –es el nombre de la especie pero el individuo era tal vez macho– que me lamió la mano en el corral de la finca de mi papá, de “papa” como dicen los españoles. Pequeño recuerdo de sorpresa, de júbilo. No saber cómo era la lengua de la vaca y sentirla, tan diferente a la del perro… pequeña felicidad.

Lo otro es ser una vaca. Esa cosa buena de la vaca que no anda fingiendo a nadie su estado de ánimo, esa distancia de cero entre el sentimiento de la vaca y su semblante. Afortunadas las vacas a las que nadie les pregunta qué es esa cara. Esa cara de la vaca como de funcionario inexpresivo que no responde el saludo, que no da información, que solo pone el sello, entrega el recibo, indica la próxima oficina, el próximo trámite.

También la vaca se espanta las moscas con la cola. Me parece estar sintiendo el campo minado de bostas y de moscas, la vaca rumiando y dándose latigazos con la cola como si fuera un monje de esos que se autoflagelan aunque los animales no son tan estúpidos como para autoflagelarse.

Qué más de la vaca.

Los colores. 

Si las vacas no fueran normalmente sucias sus colores se verían mejor. Sus colores gustan tanto, lo que llaman “animal print”. Quitándoles lo peludo y lo maluco que huelen (aunque a decir verdad hace tanto tiempo que no huelo una vaca que digo que huelen mal por conclusión lógica, por su proximidad con las bostas –qué refinado– con la boñiga, decimos aquí).

¿A qué huele una vaca?

¿A qué huele una vaca? Ni idea. Muchos podrán utilizar el recurso fácil de decir que la vaca huele a vaca por aquello enseñado en la lógica de que siempre A=A, B=B y esas tonterías que funcionan para las letras pero no para las personas y las vacas. Habría que hacer un esfuerzo de ir a olerse una vaca y después hablar, alguna cosa habrá para decir; porque no es justo decir que la vaca huela a boñiga, sería como decir que los humanos olemos a… bueno, ya se sabe.

El sonido de la vaca:

El sonido de la vaca es como un mantra. Por eso será que son sagradas en la india. A mí me encanta el canto de la vaca y me he esmerado en imitarlo. Creo que no es ninguna novedad decir que entre la onomatopeya del sonido de la vaca y el sonido real hay varios potreros de distancia. La vaca desconoce los fonemas humanos. El fonema de la vaca no es conocido por los humanos. Se intenta aproximarlo a fonemas conocidos pero se trata solamente de eso, de una aproximación, como toda aproximación, diferente.

En una próxima edición:
Ordeñar una vaca: (¡Estos seres humanos!)
Las dificultades de la técnica de ordeño. 
Reflexiones sobre la ética del ordeño: ¿está bien ordeñar una vaca?

UNA REGLA PARA LA VIDA

UNA REGLA PARA LA VIDA

Las tijeras se encontraban metidas en un recipiente que, de no ser porque se veía repleto de “útiles”, a saber, dos lapiceros de tinta mojada (toda la tinta lo es ¿no?), un marcador, un chequeador de corriente amarillo y una pinza de colgar ropa, entre otros objetos ocultos, se diría que era un pocillo común y corriente para tomar café o cualquier tipo de bebida o de infusión.

Las tijeras eran disparejas, pero no es que se tratara de un defecto congénito o de un accidente. Se trataba de un diseño intencional. Una de las orejas superaba con creces a la otra, todos los sabemos, para que quepan más dedos. Las tijeras eran azules y amarillas; la desigualdad de sus ojos las hacía parecer un fantasma de caricatura, nada serio.  

Ahí estaban esas tijeras, quietas, esperando o no esperando –a los seres humanos se nos ha metido que las cosas esperan y las cosas simplemente están allí– esperando a que alguien las cogiera, a que alguien les atravesara por las cuencas de los ojos unos dedos dispuestos a hacer presión en ambos sentidos de un eje imaginario para cortar y abrirse. Cortar y abrirse, cortar y abrirse, no para descortar que tal cosa es imposible o si no, serían unas tijeras mágicas.

Pero sí, eran unas tijeras mágicas, como todas las tijeras de los cuentos porque unas tijeras por sí solas no darían nada para hablar a no ser que fueran meros instrumentos de personajes vivos: las tijeras de un peluquero maldito, las tijeras de un asesino a sueldo, las tijeras de una modista zombie, las tijeras de cualquiera, utilizadas siempre para delitos y homicidios y cosas malas al final, aunque al principio fungieran de instrumentos correctos para cualquier profesión u oficio.

No. Estas tijeras tenían vida propia, pero a diferencia de las tijeras de los cuentos morbosos estas tijeras eran más bien estúpidas o ridículas. Tenían una manera tan tonta de abrirse como si de unos labios sueltos y babosos se tratara. Ante cualquier movimiento o temblor se abrían y se cerraban. El eje que suele atravesar las dos patas se encontraba flácido, suelto y por eso las tijeras no tenían absolutamente ningún criterio sobre cuando abrirse o cerrarse. Y ni decir que a la hora de cortar, una de sus poquísimas funciones en la vida aparte de servir, y mal, para limpiar los intersticios entre las uñas y los dedos, su falta de rigor, la excesiva luz que quedaba cuando cerraba las piernas hacían, no solo que no cortara los papeles que le eran destinados sino que además los arrugaba, haciendo necesarios nuevos y costosos procesos en el sentido de que todo cuesta algo, así como todo, por pequeño que sea tiene una masa y un volumen.

Pero a la tijera esto le quedaba más o menos sin cuidado. Ante las burlas del destornillador y el lapicero y el marcador se defendía diciendo que ellos no sabían lo que era ser tijera, del mismo modo que ella nunca llegaría a saber qué se sentiría ser uno de ellos ni como hacer su trabajo a la perfección. –Y mientras esto decía unas pequeñas virutas de papel mal cortado se resbalaban por sus hojas. Las cosas tontas, las cosas ridículas siempre dejan caer otras cosas de sí sin que en ello medie intención consciente alguna.

Al gancho de ropa le parecía que razón podría haber en las palabras de la tijera –unas palabras a decir verdad más bien entrecortadas– aunque por su similitud sospechaba que algo no estaba bien en las tijeras. Pero no podía asegurar que la similitud asegurara una comprensión del ser–de–la–tijera–en–el–mundo, como había estudiado en los libros de filosofía para ganchos de ropa. Por lo demás el escritorio en el que vivían era tan pequeño que de más tijeras no se sabía nada más, para ellos, la ridícula tijera de ojos amarilliazules era la única tijera del mundo, la tijera primigenia, la única tijera que habían visto desde que tenían uso de metal, de plástico y de grafito.

Pero he aquí que, como era de esperarse, llegó al pueblo de escritorland, un nuevo húesped. Un nuevo forajido. Se trataba de… si… de… una regla azul.

–¿Y esta cosa tan rara qué es? Le preguntó el destornillador al marcador permanente que hacía justicia a su nombre pues ya llevaba más de cuatro años metido en el pocillo.

–No sabría decir, dijo con seca lengua de marcador viejo el marcador permanente… yo diría que se trata como de un pedazo de plástico azul trasparente con rayas y números!, y al decir frase tan larga se fue emocionando pues vino a su recuerdo el hecho de que en su juventud también el había dado mucho azul de qué hablar a hojas y cuadernos y carteleras y cuanta cosa porosa se decidiera a albergar su baba adherente y celeste.  

A las tijeras el nuevo habitante del escritorio no le produjo el más mínimo interés pues era la hora en que tomaba la luz de lámpara para mantenerse igual a como se mantenía con o sin la luz de la lámpara. Sin embargo en ese instante tuvo un momento de lucidez: ¡Qué ridícula soy!. Tuvo plena consciencia de su ridiculez de tijera fofa, de tijera patiabierta, de tijera dispareja, y mucho más ridícula y absurda aun cuando se oyó hablando en un lenguaje a claras vistas no diseñado para tijeras a quienes les queda muy difícil pronunciar fonemas para los cuales son necesarias lenguas, paladares y dientes… si al menos fuera una de esas tijeras de dientes… pero no, era lisa como una de las modelos vintage que había visto en una de sus últimas recortadas por la revista Vanidades.

En cuanto al gancho de ropa, un poco despistado, puesto en un lugar lejano al acostumbrado y que carraspeaba la lengua por ausencia de un poco de agua jabonosa, el tema de la regla sí le había dado un poco de curiosidad pero rígida como era su forma de ser, no le dio más importante de lo necesario. Pensó que nada tenía el que ver con esto y que a simple vista el artilugio no parecía tener nada que ver con ropa, jabón, alambres y ropa bailarina al compás del viento.

Se hizo, en el otro pocillo, que había otro, una asamblea de marcadores, algunos permanentes o “en propiedad” como a ellos les gustaba nombrarse y otros borrables o “provisionales” como les gustaba llamarlos a los permanentes para sentirse con un estatus mayor.

–Miren ese pedazo… –dijo uno de los más viejos–… me parece que he visto una cosa de esas antes cuando estuve en la escuela de ingeniería…

–Mmmmm… ni idea… –dijo uno negro a uno verde que estaban sin estrenar… yo hasta el momento solo he utilizado una treintaiseisava parte de mi contenido, son pocas las hojas y que han penetrado estas fibras apretadas.

–¡Uau! –Dijo el verde– No sabía que tenías talento para las palabras, nosotros, que parecemos más como de dibujo.

–No creas –dijo el negro humilde– es que llevo tanto tiempo aquí sin usar que ocupo mi mente en fantasear sobre las palabras que algún día escribiré si es que de pronto me coge un poeta o algo así y escribe cosas con migo.

–¡Con esa tapa a misa!, dijo con amargura y desilusión uno de los más viejos que era rojo. No te hagas muchas ilusiones, esta señora del escritorio no parece muy dada a hacer nada diferente a escribir en un computador (ese pretencioso computador) y no creo que algún día vaya a encontrarnos utilidad. Yo sé bien por qué te lo digo. Marcador viejo pinta parado…

En esas disquisiciones estaban cuando uno de los marcadores borrables llamó la atención:

–¡Shhh! ¡Creo que ha hablado!

Entonces todos dirigieron sus tapas de colores hacia el pedazo de plástico azul con números y rayas, suponiendo que era en la tapa en donde tenían sus oídos, aunque nunca supieron a ciencia cierta si los tenían.  Pero de todos modos era mejor, aunque fuera pretender tener oídos porque los del otro pocillo a lo mejor podían tener oídos y creerse más, y bueno… los marcadores suelen ser más bien orgullosos.

–Es que… –empezó a musitar con una suave voz, con una vocecita de oro, la reglita azul.

–¡Hey quiere hablar! –Dijo el chequeador de corriente desde el otro pocillo y ahí si todos, hasta la tijera pararon oreja (la tijera se preguntó si los huecos por donde metían los dedos eran ojos o eran orejas).

–Es que… –continuó la regla entre tímida e infantil– vine a cortar unas hojas…
Tremendos como siempre fueron los ojos que abrió las tijeras. Casi se aprieta su eje. Ahí si se cerró como una tijera inteligente.

–¿Qué has dicho?... ¿acaso has hablado de cortar hojas? ¿Es que no sabes que ese es mi trabajo?...

–Pero es que yo también sirvo para cortar hojas –dijo con su vocecita la regla.

–¡Ja! ¿tú?... permítame que me ría –y abrió y cerró las patas haciendo ese ruido como de máquina de escribir que hacen las tijeras cuando se abren y se cierran rápidamente. Y por supuesto que no era una risa sincera sino una mueca de risa, una risa sarcástica, una risa mordaz.

–¿Cómo así? –Respondió ingenua la regla– ¿Es que tú sirves para cortar hojas?

–¡Pero qué pregunta! ¡Claro que sí! –respondió cortante la tijera.

Y antes de que retara a la regla a cortar algo de papel para verlo vio como los dedos firmes de una mano se posaban en la regla que estaba encima de unas hojas de bloc. La otra mano tiró de las puntas de la hoja de block, y la tijera conoció un nuevo paradigma; vio que había otras formas de cortar hojas y que la presión era la clave para todas las cortaduras, así la juntura rigurosa de sus patas como la presión de la regla sobre las hojas y la velocidad.

Se dio cuenta que muchas eran las cosas que la separaban de la regla, muchas más de las que separaban sus patas e intuyó que la regla podía servir para otras cosas. Un poco más humilde, un poco más tranquila, ser la única tijera del universo del escritorio también era una carga considerable, decidió entablar una conversación más amigable con la regla.

–Y… con todo respeto (y hasta cariño) ¿eso es todo lo que sabes hacer? ¿sabes hacer más cosas? Eres una forma de tijera o tienes otros dones, otras virtudes?

La regla, ya sintiéndose en más confianza (le empezó a parecer que en el escritorio se practicaba una política de inclusión) dijo para tranquilizar a la tijera –la regla estaba pequeña pero no era tonta–: Esa es solo una de mis funciones, pero debo confesar –y bajó la voz un poco–, esa no es mi verdadera pasión, aún más, podría decirse que no es un uso apropiado para mí. Y ahí se le iluminaron los ojos:

–A mí lo que me gusta es servir de guía. Y se fue poniendo trascendental: yo solo soy una guía en la que vosotros, sí, vosotros, –dijo llamando la atención a marcadores, lápices, lapiceros, no al gancho de ropa, no al chequeador de corriente–, para que vosotros cumpláis vuestra labor cuando de andar por el camino recto se trate…

Yo soy guía y soy apoyo y soy también… lo dijo rascándose una inexistente barba de plástico… soy también la medida justa. Conmigo podéis contar siempre… tanto milímetros como centímetros… y.. casi dos decímetros, porque solo mido dieciocho centímetros, y nadie puede, como dijo el profeta, añadir un codo a su estatura, pero no importan las distancias, yo podré duplicarme y desplazarme y acomodarme hasta conquistar el metro, el decámetro, el hectómetro.

Soy vuestra guía, amigos, en el camino de la rectitud….

Los demás útiles quedaron estupefactos, hasta llegaron en un breve lapso sentirse inútiles pero, sin embargo, las palabras inspiradas de la pequeña regla azul llegaron a sus corazones de plástico a su sangre de tinta, a su alma de grafito.

–¿y cómo hemos de llamarte? –preguntó un cabo de lápiz que estaba en el fondo del pocillo y que sin embargo había estado atento a todos los hechos, desde las discusiones con la tijera hasta el sermón de la regla.

–¿Cómo os han dicho que me llamo?.

–No, nos han dicho, respondieron a coro todos los útiles.

–Pues llamadme regla –les dijo– y si os preguntan decid que yo soy la regla, el centímetro y la guía.

Y a vos, oh tijera que primero habéis sido inconsciente de vuestro valor y después habéis tenido celos y envidia quiero dejarte esta enseñanza: Cuando sientas que pierdes el filo… el feeling… ve a cortar lija que las suaves aspas se afilan en los duros granos.

La tijera guardó silencio y una pequeña lágrima de aire vino a correr por su ojo pequeño secando su eje y sus patas y fue a dar un abrazo a la regla que le había mostrado tantas cosas. Tan fuerte fue el abrazo de la tijera que le botó dos centímetros a la regla.     

Desde entonces puede verse en la patria de escritorland, una hueste feliz aunque las más veces inútil de útiles, un regla floja y fofa que volvió a ser afilada y patijunta y una regla sabia y azulada que sigue contando, que sigue midiendo, que sigue guiando, con toda la pasión de sus dieciséis centímetros restantes.