martes, 29 de septiembre de 2020

CHEEK TO CHEEK

Aunque daba por sentado que la puerta estaba cerrada, de todos modos giró el pomo. Para su sorpresa, la chapa cedió y la puerta se abrió con un chirrido.  Asomó la cabeza apenas para mirar y mantenerla fuera del alcance de un eventual habitante.

En el dormitorio no había nadie. Aguzó el oído y el silencio le indicó que las otras habitaciones también estaban vacías. Registró con la mirada la habitación: una cama revuelta; máscaras tribales y de teatro colgadas de la pared izquierda. Adherido con cinta adhesiva a la pared que daba a la ventana, un poster exhibía a Louis Armstrong soplando su trompeta. 

Un tocadiscos descansaba en el piso; a su lado se erguía una pila de acetatos; un poco más allá, un saxofón barítono.  

Evaluó el panorama. Evidentemente el cuarto pertenecía a un artista, un actor o un músico aficionado. No se hizo muchas ilusiones. Pero el trabajo es el trabajo, se dijo, y se le ocurrió que tal vez en el interior de los discos pudiera haber dinero guardado.  Se sentó en el piso a revisarlos.

Duke Ellington. Nada. Miles Davis. Nada. Charlie Parker –su favorito–. Nada. Cuando vio Lady in Satin de Billie Holliday dio un respingo ¡Lady in Satin! No había dinero dentro de la cubierta pero el disco no se conseguía por poco precio. Tal vez su dueño no era un artista marginal como había supuesto al principio sino un chico de familia adinerada que exploraba la vida bohemia en un barrio de baja calaña. 

Tal vez guardaba más cosas valiosas.  

El colchón no le dio más que un chirrido de  resortes al apoyar su peso sobre él. En la mesa de noche, un par de preservativos, hojas sueltas emborronadas con esquemas musicales (¡ja! un músico) y debajo de todo, un sobre con dos aspirinas. 

Quiso buscar entre la ropa pero se dio cuenta de que no había closet en el dormitorio. Era claro que no se trataba de un hogar permanente, sino de una guarida para pasar el rato, tal vez un refugio para conquistas furtivas, un escondite. La hipótesis del chico rico empezó a cobrar más forma en su cabeza.

En el baño, por no dejar, levantó el tanque del inodoro y revisó la gaveta. Unos calmantes, un remedio para la tos,  una maquinilla de afeitar. Nada. 

En la cocina… 

Un chirrido. 

La puerta de entrada. 

Evaluó rápidamente sus posibilidades.  Había un armario al lado de la poceta para la ropa. Cerró las dos puertecitas con dedos de seda aplastando un par de camisetas colgadas en ganchos.

Ya adentro del armario siguió la trayectoria de los sonidos con ojos y los oídos muy abiertos. El tañido agudo de unas llaves. Otro chirrido; los resortes del colchón. Se habría sentado en la cama y se estaría quitando los zapatos. Silencio. Tal vez se había acostado a hacer una siesta aunque la gente no acostumbra acostarse inmediatamente al llegar de la calle. De todos modos, en tal insólito caso, esperaría unos veinte minutos, –el tiempo que calculó tarda alguien en dormirse– y saldría corriendo hacia la calle… 

Después de cinco minutos eternos entreabrió la puerta. Estaba sacando la pierna derecha cuando la imponente trompeta de Strange Fruit le hizo saber que el dueño no dormía. Ni dormiría. Imposible usar a Billie Holliday como somnífero. Comprimido en el armario escuchó… 

…Southern trees bear strange fruit… 

Los pies descalzos entraron por la puerta batiente de la cocina. Sintió alivio.

Las piernas suaves, blancas, lisas, le alucinaron una escena de película: los pasos silenciosos, la adolorida voz de Billie Holliday de fondo.

Blood on the leaves and blood on the root… 

Se empinó para ver el resto del conjunto porque las rendijas, inclinadas hacia abajo, no lo dejaban ver más arriba: unas caderas anchas se contoneaban  metidas en una falda corta y ajustada de jean negro. 

Se olvidó por un momento del armario, del robo y del peligro porque la visión lo excitó. 

Se empinó todavía más. El torso de la mujer prodigaba unos pechos firmes que también ondulaban al compas de la canción. Pero había, sin embargo, algo más; un accesorio, algo como un chaleco de correas. Cuando la mujer giró hacia un costado lo entendió. Era una sobaquera de la que colgaba una colt 45. 

La excitación se le esfumó y recordó el armario, el robo, el peligro.  Ya le habían apuntado una vez con un arma y no creía que el hecho de que fuera una mujer quien lo hiciera fuera a cambiar su reacción. ¿Dónde diablos se había metido? ¿En una guarida de policías? ¿De traficantes? Sabía que en el mundo de la violencia no hay discriminaciones de género. 

La mujer se quitó la sobaquera como quien se quita un chaleco y el sonido seco que hizo el arma sobre el mesón de aluminio le dio a entender que era pesada.

Cerró los ojos. Rezó. Respiró de la manera más suave posible. La pierna izquierda se le estaba empezando a encalambrar. 

La mujer se despojó de la blusa. Después de la falda. La mezcla de miedo y lencería de encaje agitó un cotctel de adrenalina y endorfinas en su cabeza que empezó a marearlo. 

For the wind to suck…  cantó la mujer haciendo dúo a Billie Holliday mientras se dirigía a la alacena. Sacó una botella de vino y la puso sobre el mesón al lado de la pistola. Buscó un vaso en el secador de platos. Se sirvió. Tomó un trago largo que acompañó con un gemido de cansancio (que él quiso asimilar a un gemido de lujuria); encendió un cigarrillo, se sentó en un banquillo alto y se puso a mirar por la ventana.

Una corriente de aire entró por la ventana y la hizo estremecer. La vio abandonar el banquillo y acercarse al closet. Si lo abría tendría que actuar. 

Sin embargo un ruido en el dormitorio la hizo sacar el arma de la chapuza. La empuñó con mano firme y precisa y salió de la cocina.

Se le crisparon los nervios. Definitivamente era una mujer de armas tomar; literalmente. 

Podía salir y huir corriendo. Pero  no había otra forma de salir que pasando por el dormitorio. Sería un blanco demasiado fácil, contando con que la mujer tenía el arma y ya estaba preparada para atacar. 

Estaba preparado para oír un disparo, un grito, algo. 

Casi se le salió el corazón cuando escuchó el saxofón de All the things you are. Al parecer la mujer no había encontrado a nadie y había aprovechado para cambiar el disco. No podía decir que se sintiera aliviado. 

La mujer regresó y se olvidó del closet. Volvió a poner la pistola sobre el mesón  y se sentó de nuevo en el banquillo.

El viento de la ventana despeinaba de vez en cuando el penacho del humo del cigarrillo. Estaba absorta, tomaba de vez en cuando de la copa.  

-Está bien, ya puedes salir -dijo la mujer todavía mirando por la ventana. 

Los ojos se le abrieron como pepas. ¿Se refería a él? Aunque, el tono que usó, no le pareció el que se usa para sacar a un ladrón del armario. Esperó. 

Un gato trepó al regazo de la mujer. La sorpresa lo hizo tropezarse con la puerta. Rogó para que la música hubiera atenuado el sonido que en su cabeza se magnificaba por quinientos.  

La mujer acarició un rato al gato.

-Está bien, ya puedes salir. Repitió sorpresivamente la mujer, con un tono más imperativo.  

Ya no le quedó duda. Todo el tiempo la mujer había sabido que estaba allí. Jugaba con él. 

-¡Vamos! ¿Viniste a robarme y ahora tienes vergüenza?

Tenía miedo y una confusa excitación. También se sentía como un idiota al que no le quedaba más remedio que obedecer a una mujer en cuya voz no se vislumbraba ni el más mínimo tono de temor. 

Salió del armario con la cabeza gacha y las manos en la ingle como si estuviera desnudo. Miró a la mujer y después, de reojo, a la pistola.

Una sonrisa de superioridad surcó el rostro de la mujer. Era evidente que él nunca había empuñado una pistola y en cambio ella sí que sabía cómo usarla. 

–Qué ¿vas a tomar la pistola? ¡Adelante!- lo retó.  

Pero él no era demasiado listo ni demasiado agresivo para hacerlo. 

-¿Te parece correcto irrumpir en propiedad privada a robar a una mujer?

“Irrumpir” ¿no era ese el lenguaje de los policías? Aunque su tono era más bien el de una profesora aleccionando a un escolar; una profesora, sin embargo, con un cuerpo soberbio y una colt 45 más grande que cualquier cosa.  

Con toda la calma del mundo la mujer se puso de pie. –El gato saltó hacia el piso-. Se dirigió al mesón de la cocina en donde estaba la pistola. 

Sin apuntarle con la pistola, le ordenó: 

–¡Baila!

–¿Qué? 

Ahora sonaba Mack the knife

Entendió que no le quedaba de otra. Y, tratando de sobreponerse a lo ridículo de la escena, empezó a balancearse. 

And it shows them Pearly white...

La música hacía su trabajo; las piernas se le fueron aflojando. Empezó a disfrutar realmente el baile. Si era lo último que iba a hacer, preferiría despedirse bailando, no sería un mal final. 

And he keeps it, ah, out of sight…

La invitó a bailar con un ademán pero, como no respondiera al gesto, intentó tomarla de una mano.

La mujer le apuntó con la pistola. 

–¡Si me tocas te mato!  

El impulso del baile se detuvo con la amenaza.  

– ¡Quítate la ropa! 

– ¿Qué?

Volvió a apuntarle con el arma y él se quitó los zapatos con el gesto de pudor de quien se somete a un examen médico de rutina. Después los pantalones; la camiseta. Ahora estaba en medias y calzoncillos. Asustado, recogió la ropa tirada en el piso y se la colgó en el brazo como había visto que los presos lo hacen antes de recibir su uniforme. 

Ahora la mujer volvió a mirarlo y le hizo un gesto de que se desnudara del todo. 

Ya sin ropa, humillado y ridículo, la mujer empezó a mirarlo. Suspiró, pero no con excitación sino más bien con el aire dubitativo de quien no se decide a comprar el artículo que ha visto en la vitrina. 

La música se detuvo. La mujer abandonó la cocina y lo dejó ahí, desnudo, esperando. Otra corriente de aire lo hizo temblar involuntariamente. 

Take five, de Dave Brubeck sonó como antesala al regreso de la mujer que esta vez entró tarareando.

Sin mediar palabra le agarró su paquete flácido, asustado, confundido. La sorpresa lo hizo correr hacia atrás. La mujer volvió a tomarlo pero esta vez lo acarició y su miembro empezó a recuperar la confianza. Conducido por el instinto alargó los brazos hacia los pechos de ella. 

El frío del cañón en la cabeza le hizo detener su avance. También su miembro interrumpió el camino de ascenso y regresó a su estado de reposo.  

–¡Más vale que tengas una erección! –lo amenazó, presionándole todavía la cabeza con el cañón. 

Sudaba. Jamás se había visto en una situación así. Jamás había sufrido de impotencia ni nada por el estilo pero la situación lo hacía comprensible. Ni siquiera se atrevió a explicarlo. 

–¡Te doy tres minutos! –gritó la mujer–. ¡Y reza para que te funcione!…. 

El instinto no respondió a sus oraciones. 

Apuntándole con el arma lo dirigió hacia el cuarto. Con el arma, también, le indicó que se acostara en la cama. 

–Tal vez esto pueda ayudarte un poco –le dijo entregándole el arma. 

El la recibió confundido. Nunca había tenido un arma en sus manos, y menos desnudo. Pero la mujer tenía razón; le ayudó. De pronto sintió que era él quien tenía el control. Su miembro también reaccionó. 

Ahora era él quien apuntaba a la mujer. Le hizo un gesto para que se quitara el sostén. Ella obedeció. Después las bragas. Estaba tendido en la cama, la mujer de pie al frente suyo, desnuda; el tenía la pistola. Podía obligarla a hacer lo que quisiera. 

La piel del vientre se le erizó cuando la rozó con el cañón frío. La actitud de superioridad de la mujer había desaparecido. 

La situación era abrumadoramente excitante. Se levantó de la cama. Le apuntó indicándole que se acostara boca arriba. Tiró el arma encima del colchón. Se acostó encima de ella. Le tomó los brazos. La penetró. El tono de los gemidos armonizaba con el tono de cansancio que había escuchado en la cocina.   

Cuando se decidió a descansar, exhausto, se quedó mirándola, entre emocionado y atontado.  

La mujer estiró el brazo y tomo la pistola que había caído al lado de la cama. Retiró el seguro de la pistola.  

–¡Vístete y lárgate de aquí!… 

No era juego. 

La mujer se puso de pie y se acodó en la ventana dándole la espalda. Sonaban los acordes de Cheek to cheek. 

Después de vestirse se dirigió a la puerta. 

–¡Eh! –le dijo la mujer sin voltear cuando giró el pomo para abrirla– ¡Y déjala sin seguro!


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