jueves, 15 de octubre de 2020

JENGA

La primera vez que la vi fue en la peluquería. Yo estaba sentado en la silla y ella le estaba enjuagando la cabeza a una señora de pelo morado. Me sonrió. Con algo de pena, como se hace con los adultos –ella tendría más o menos veinte años– le devolví la sonrisa.

–¡María! –escuché que le dijo la dueña del salón– ¿Me colabora por favor con la señora cuando termine ahí?...

Y María dijo que sí con esos dientes blancos y puliditos y con ese pelo liso, brillante, y negro que la hacía parecer una de las modelos de Sedal.

Me volví a acordar de ella cuando estaba calcando el mapa de sociales y ya no quise buscar la población de Uruguay ni su economía ni sus ciudades principales ni ninguno de esos datos que siempre se me olvidan en los exámenes.

Como era de esperarse saqué mala nota. Tal vez fue por eso, para animarme un poco, que pasé por la peluquería de María después del colegio. No es que tuviera un plan, solamente pasar. Estaba seguro de que ahí estaba María pero la vidriera no la dejaba ver. No quise que nadie me preguntara nada y por eso seguí mi camino.

Cuando llegué a la casa y descargué la mochila en el sofá de la sala, encontré sobre la mesita el catálogo nuevo de ventas de mi mamá. Me puse a hojearlo y me detuve en el capítulo de las tinturas, del shampoo y de los acondicionadores. Una mujer de pelo negro, muy negro, sonreía al lado de una caja de Igora Royal 101. Negro Noche. $17.950, rebajado.  

–¡Jorge! –era mi mamá desde la cocina. Tiré el catálogo sobre la mesa como asustado, como si fuera una de las revistas que Jorge –el primo mío que también se llama Jorge–, guarda debajo del colchón.

–¡Jorge! –repitió...

Que se le había borrado el contacto de Miriam del teléfono y quería que se lo recuperara.

Reinstalé la aplicación y empecé a deslizar la lista de contactos para buscar a Miriam: Marcela V, Marco Puert, Margarita B,  María–Abelardo, María Avendaño, Maria botica… ¡María Peluq!...

Cerré la lista de contactos y abrí el WhatsApp. La foto de perfil la mostraba, otra vez, sonriendo. Estaba vestida con una camiseta de algodón –US NAVY– y unos leggins morados. En el estado aparecía una ilustración de una pareja besándose: “El amor no se trata de edades, distancia o sociedad, solo de dos corazones”.

Hasta ese momento solo se me había pasado por la cabeza la imagen de María, pero ahora se me pasó una pregunta ¿Tenía novio? Algo dentro de mí, como cuando uno saca una ficha de Jenga se empezó a tambalear. Pero al segundo siguiente un análisis volvió a estabilizar mi torre interior: ni en la foto de perfil ni en el estado aparecía ningún novio.

Le dejé el celular a mi mamá en la mesa del comedor y me fui al cuarto a hacer la recuperación. Iba perdiendo sociales y no me podía dar el lujo de dejar la mala nota de los mapas.

Pero duré muy poco completando la tarea. Una especie de instinto me hizo levantar del asiento como un resorte y me llevó a la cocina. No era hambre.

En la mesa estaba todavía el celular. Aproveché que mi mamá se estaba bañando –siempre se baña a las seis de la tarde– y me envié el contacto de María cuidando de borrar la evidencia del envío. La campanita de notificación sonó en mi cuarto.

 “El amor no se trata de edades, distancia o sociedad, solo de dos corazones”… volví a leer ya en mi teléfono.

Tal vez fue eso, sin darme cuenta lo que me dio la idea de escribirle, aunque no inmediatamente. Siempre he sido de aplazar las cosas aunque sean buenas. Me dije que iba a cabar la tarea de los mapas primero y que después vería si le escribía.

Terminé la tarea pero me dije que quería comer algo. Comí. Después apareció mi mamá pidiéndome que sacara la basura. La saqué. Después entré la bicicleta. Cerré la puerta del cuarto con llave y me senté en la cama. Me entretuve viendo los mensajes, un video. Aplazaba la cosa. Mañana le escribo –me acobardé. Pero a los cinco minutos cambié de decisión:

–¿Hola cómo estás?

Respondió más rápido de lo que esperaba.

–Hola ¿Quién eres?

Le dije la verdad, que era Jorge –aunque la foto de perfil era la de Jorge, mi primo.

A esa altura no había pensado qué le iba a decir, simplemente obedecí a un impulso más fuerte que el de jugar play station, comer pizza o ver videos de youtube.

–Hola Jorge… ¿en qué te puedo servir? –Seguro pensó que era algo de trabajo.

Realmente no sabía en qué me podía servir y no supe qué contestar. ¿Es que la iba a invitar a salir? ¿Le seguía la corriente y le decía que era para una cita de peluquería? ¿Qué hacía?

Apagué el teléfono y lo tiré  en la cama como había tirado el catálogo de ventas en la mesita de la sala.

Pero no aguanté mucho tiempo. Volví a revisar el chat.

–Hola…–había vuelto a escribir.

¡Tenía que responder algo! Si no, a lo mejor se enojaba y me bloqueaba y entonces adiós fotos de perfil y estados y… 

–Hola… –escribí.

–¿Te puedo servir en algo? –repitió–

Y como me demorara para responder,

–La verdad es que estoy muy ocupada -emoticón sudando-.

-Te vi en la peluquería -respondí sin perder tiempo- y me pareciste muy linda.

Ya estaba. Lo había dicho. Sentí más adrenalina que con el Fortnite. Ahora salía en la pantalla:

…Escribiendo…

…Escribiendo…

Después no salió nada.

¿Qué habría escrito? ¿Se arrepentía de haber escrito algo bueno o algo malo?

Pensé volver a escribir, ¿pero qué?...

Un emoticón de sorpresa salió de su lado del chat.

–No quiero molestarte -empecé a recular asustado- si estás ocupada…

–Está bien ya me desocupé… no hay problema…

Y después:

–¿Y tú que haces Jorge?

Me hice el que era Jorge, mi primo.

–Estudio. En la universidad.

–¡Oh!... ¿Y qué?

Jorge estudiaba en un tecnológico algo de ventas.

–Medicina.

Nuevo emoticón de sorpresa…

–Siempre he querido estudiar medicina…  ¿En qué semestre estás?...

–Segundo.

Me sorprendió mi capacidad para decir mentiras.

–Ah ¿Y qué materias estás viendo?...

Aproveché que tenía el computador encendido y empecé a buscar en google.

–…Histología… lo de los microorganismos y eso…

–Súper…

Después, justo cuando iba a ampliar el concepto de histología para reforzar la mentira, me escribió que había llegado un cliente.

–Después me sigues contando…  -terminó.

¡No lo podía creer! Temblaba y tenía la cara roja –lo supe porque me miré en el espejo para ver si yo era el mismo valiente y mentiroso que había acabado de escribir en el chat. 

Al día siguiente no veía la hora de que acabara la clase de biología –la última– para volver  a escribirle. Había tenido suficiente tiempo de estudiar, no geografía ni inglés, sino lo qué  hace un médico, qué materias hay en la universidad, qué especializaciones existen. Borré la foto de Dragon Ball Z del perfil –ojalá no la hubiera visto– y la reemplacé por una de un señor antiguo que decía: “En la vida hay algo peor que el fracaso: el no haber intentado nada” Franklin D. Roosvelt. La había puesto al azar de la página de “frases célebres” pero ya me estaba convenciendo de ello.

Esa vez –era lunes– me dijo que le enviara mensajes de audio, que quería escuchar mi voz, pero inventé que el celular tenía problemas y que no grababa mensajes.

El miércoles dijo que le parecía maduro pero también con alma de niño.

–¿Quieres que nos veamos? –me preguntó.  

-Sí,  claro –escribieron mis dedos, no yo.

–¿En dónde?  

Caí en cuenta de que había que resolver el problema de dejarle ver mi alma de niño, pero sin que se diera cuenta de mi cuerpo de preadolescente.

Quedamos que al día siguiente y me pasé el resto de la tarde intentando resolver el asunto.

En mi mente revoloteaban las imágenes de María, de las modelos Igora Royal, de los catálogos, de las revistas de mi primo Jorge…

¡Jorge!  Se me ocurrió  que si iba en mi lugar, Jorge podría decirle a María todo lo que yo pensaba y sentía. Yo haría del que le dice al actor qué decir y Jorge haría de actor.

Sin mucho tiempo que perder fui a la casa de Jorge. Afortunadamente quedaba cerca y podía ir en bicicleta. Cuando le expliqué el asunto, lo primero que hizo fue pedir la foto del “público objetivo”, así  dijo, con las palabras que dicen lo que estudian lo de él.

Después de ver la foto dijo que sí, y tuvo paciencia de escuchar una y otra vez las explicaciones de lo que tenía que hacer. Le hice prometer que no me iba a traicionar. Repetía que sí, que había entendido, que me daba su palabra. Decidí confiar en el. Tampoco veía más alternativas.

Quedé con María de “vernos” a las cinco de la tarde después de que ella terminara su turno en la peluquería.

A las cuatro de la tarde, Dios sabe que intentaba encontrar mínimos comunes múltiplos, resumir la  batalla de Boyacá, y modelar con plastilina las partes de la célula pero solo podía pensar en María y en la riesgosa misión de mi emisario.  

A las cinco y veintidós le escribí a Jorge. Grises. Los malditos chulos grises. No sabía si había desactivado los chulos azules o simplemente no contestaba porque estaba tan entretenido que no quería ser interrumpido. A las cinco y media, desesperado, decidí comprobar por mí mismo y asomarme a la heladería pero fui atajado en la puerta por mi mamá: que si ya había acabado las tareas, que si quería perder el período, que ella pagaba el colegio, que si era que a mí no me importaba; así que tuve que resignarme y volver a las tareas. El aparato de Golgi, la mitocondria y los centriolos se me confundían en un masacote deforme y de colores dudosos.

Jorge no contestó nunca. Un largo nunca que duró hasta la tarde del día siguiente porque no me contestó tampoco por la mañana y en el colegio no nos dejaban usar el celular.

–¿Y?... le escribí a Jorge cuando salí del colegio, presionando las letras con más fuerza que de costumbre. Cuando apareció “escribiendo” pensé que me iba a desmayar.

–¿Y? –fue su respuesta.

¿Y qué? ¿Y qué? ¿Acaso estaba loco?...

–¡María! –escribí.

–Ah… bien.

–¿Bien? ¿Bien?... ¿A qué jugaba? Mándame un audio –le exigí–, y me respondió que el celular no mandaba audios, que si quería podía ir a su casa.

En su casa tuve que saludar a la tía que me preguntó por los productos de mi mamá, que si todo bien por la casa, sí señora todo bien, y usted ¿cómo está? ¿Está Jorge?...

Se estaba bañando. Cuando por fin salió, le pregunté:

–¿Y?...

–Bien, pero calma, primo -me dijo.

Lo primero que me dijo es que tenía buen gusto. María era mejor en persona que en la foto de perfil. Me contó que le había dicho todo lo que yo le había dicho: que me parecía muy linda, y dijo que había respondido bien, pero que era muy prematuro dar un concepto en una primera salida. Que había tenido que evadir el tema de medicina porque no sabía nada de eso, que por qué no le había dicho.

Me dijo que la había invitado nuevamente el sábado. 

Me calmé como un adicto cuando recibe su droga. Aunque no podía estar tranquilo del todo.    

Le decía mis palabras y luego me traía las de María que yo volvía a responder. Después de tres citas, sus reportes eran halagadores: él decía, ella respondía, yo volvía a responder.

Empezó a venir todos días a  preguntarme qué más le decía. Yo le daba cada más palabras, cada vez más comprometedoras, y, hay que decirlo también, cada vez más elaboradas.

El día que Jorge le declaró su amor a nombre propio, María lo rechazó. Que le parecía atractivo, le dijo, pero que -ella no era mujer de medias tintas- sentía algo falso en él y que lo único que no soportaba en la vida eran las mentiras,  que por lo que habían hablado era claro que él no estudiaba medicina y que le aconsejaba ir con la verdad por la vida, que a ninguna mujer le gusta que le anden diciendo mentiras.

Tal vez por una lealtad familiar de segunda mano viendo terminada su empresa le contó todo: que era yo, que la foto de perfil, que Jorge… y María, a lo mejor por curiosidad –aunque no me escribió por el chat–  me mandó a decir con Jorge que me esperaba en la heladería al día siguiente.

Mi plan volvió a su cauce aunque por un camino diferente al que yo había calculado…

Así que ahí estaba yo. Esperaba y, a pesar de estar en una tienda de helados, sudaba como en una clase de educación física, sin atreverme a pedir nada hasta que llegara María. A las cinco de la tarde apareció. Se había hecho una trenza como la de la foto de Pantene Provitamina B5 del catálogo de ventas.

Cuando me vio sentado en la silla, algo en sus ojos relampagueó y se dirigió muy seria a la mesa. Se sentó.

–¿Jorge?

–¿María? –Respondí, queriendo hacer una broma que ella respondió con un sí en el que no pude adivinar encanto ni enojo ni sorpresa ni decepción ni nada, un tono difícil de descifrar, como el de la psicóloga del colegio cuando me llevaron porque iba perdiendo el año.

Se sentó y tomó  la carta de los helados.

–¿Y?...- Me precipité a preguntarle. Mi inexperiencia era total.

Se quedó callada un rato. Parecía tranquila.

–De mora -dijo.

–¿De mora? Tardé unos segundos en entender que se refería al helado.

–Claro –dije fingiendo seguridad y llamé al mesero con un gesto que tardó más de la cuenta en detectar–: un helado de mora para la señorita, y para mí, chocolate con pasas.

El silencio volvió a reinar en la mesa.

Insistí:

–¿Y?...

–¿Y qué?... -respondió ella poniendo las palmas de las manos hacia arriba. Me pareció que sonrió.

Caí en cuenta de que “Y” podía significar muchas cosas. Di una lamida al helado para darme valor:

–¿Yo también te gusto?

Como tomaba algunos segundos en responder casi le suelto un discurso de que yo tenía certezas de grande, de que hay algo en uno que es grande aunque uno lo sea tanto, pero no fue necesario porque siguió:

–A mí lo de la edad no me importa Jorge…

¡Lo sabía! ¡Sabía que nuestra conexión era profunda!  Ahí me tembló un poco la mano y quise darle una lamida nerviosa al helado pero me contuve. No quería parecer infantil…

Dijo que sabía que había gente grande en cuerpo de chicos y viceversa; que ella misma había se había enamorado a los 12 años de un hombre de 20 y que había sido su novia.  

¿Novia? ¿había dicho novia?... escuchaba sus palabras. Un chorrito de helado derretido se deslizó por mi mano.

Dijo también que no estaba molesta porque hubiera utilizado un “actor”; que lo consideraba como una idea ingeniosa y que, aunque no toleraba las mentiras podía entender mi situación…

Y se detuvo para dar una largo lametazo al helado. Miró hacia la puerta y dijo.

–Mmmm…. No me gusta…

No supe qué decir; me debatía entre decirle que cambiáramos de helado pero pensé que el helado es algo muy personal, o decirle que lo cambiara, pero no tenía mas dinero para otro helado.

Como si hubiera escuchado mis pensamientos dijo con suavidad:

-No Jorge, el helado está bien. El que no me gusta es usted.

 

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