Cuéntame de ti –le pedí, sentado en un tronco del bosquecillo del cerro–. Cuéntame de ti, repetí, y guardé silencio.
Mientras aguzaba el oído me incliné hacia la tierra. Una pequeña
planta de tallo muy delgado con hojas en forma de lanza, como las del frijol,
resaltaba sobre las demás.
Vio que miraba la hoja.
–Tómala –me dijo. (A
veces, me di cuenta, no es que ella guarde silencio sino que yo no escucho).
–¿Puedo arrancarla?
–Sí.
La arranqué.
Y me indicó, con esa fuerza suya a la que uno no puede ni
quiere negarse porque es al mismo tiempo orden y regalo, que mirara, que mirara
bien: los surcos de la hoja, su textura, su relieve.
Obedecí. En la hoja vi la forma de los escudos, de las
canoas, las puntas de los remos.
El viento empiezó a soplar y la hoja tembló, se dobló sobre
sí misma.
–Sigue mirando –me dijo.
Lo seguí haciendo para que me siguiera contando: de los ojos
del felino, de los valles volcánicos que grabaron las primeras huellas, del
Nilo.
De pronto vi dos ojos; pequeños, negros, los ojos de un
hombre.
Nos miramos. La luz de su boca, con el fondo de su piel,
brillaba mucho más que cualquier historia injusta e incompleta.
–¿Te gusta? –me preguntó.
–Mucho, muchísimo.
–Qué bueno –dijo– En el valle del Rift, ahí mismo, la inventamos.
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