La primera vez que la vi fue en
la peluquería. Yo estaba sentado en la silla y ella le estaba enjuagando la
cabeza a una señora de pelo morado. Me sonrió. Con algo de pena, como se hace
con los adultos –ella tendría más o menos veinte años– le devolví la sonrisa.
–¡María! –escuché que le dijo la
dueña del salón– ¿Me colabora por favor con la señora cuando termine ahí?...
Y María dijo que sí con esos
dientes blancos y puliditos y con ese pelo liso, brillante, y negro que la
hacía parecer una de las modelos de Sedal.
Me volví a acordar de ella cuando
estaba calcando el mapa de sociales y ya no quise buscar la población de Uruguay ni su economía
ni sus ciudades principales ni ninguno de esos datos que siempre se me olvidan
en los exámenes.
Como era de esperarse saqué mala
nota. Tal vez fue por eso, para animarme un poco, que pasé por la peluquería de
María después del colegio. No es que tuviera un plan, solamente pasar. Estaba
seguro de que ahí estaba María pero la vidriera no la dejaba ver. No quise que
nadie me preguntara nada y por eso seguí mi camino.
Cuando llegué a la casa y descargué
la mochila en el sofá de la sala, encontré sobre la mesita el catálogo nuevo de
ventas de mi mamá. Me puse a hojearlo y me detuve en el capítulo de las tinturas,
del shampoo y de los acondicionadores. Una mujer de pelo negro, muy negro,
sonreía al lado de una caja de Igora Royal 101. Negro Noche. $17.950, rebajado.
–¡Jorge! –era mi mamá desde la
cocina. Tiré el catálogo sobre la mesa como asustado, como si fuera una de las
revistas que Jorge –el primo mío que también se llama Jorge–, guarda debajo del
colchón.
–¡Jorge! –repitió...
Que se le había borrado el
contacto de Miriam del teléfono y quería que se lo recuperara.
Reinstalé la aplicación y empecé
a deslizar la lista de contactos para buscar a Miriam: Marcela V, Marco Puert,
Margarita B, María–Abelardo, María
Avendaño, Maria botica… ¡María Peluq!...
Cerré la lista de contactos y abrí
el WhatsApp. La foto de perfil la mostraba, otra vez, sonriendo. Estaba vestida
con una camiseta de algodón –US NAVY– y unos leggins morados. En el estado
aparecía una ilustración de una pareja besándose: “El amor no se trata de
edades, distancia o sociedad, solo de dos corazones”.
Hasta ese momento solo se me
había pasado por la cabeza la imagen de María, pero ahora se me pasó una
pregunta ¿Tenía novio? Algo dentro de mí, como cuando uno saca una ficha de
Jenga se empezó a tambalear. Pero al segundo siguiente un análisis volvió a estabilizar
mi torre interior: ni en la foto de perfil ni en el estado aparecía ningún
novio.
Le dejé el celular a mi mamá en
la mesa del comedor y me fui al cuarto a hacer la recuperación. Iba perdiendo
sociales y no me podía dar el lujo de dejar la mala nota de los mapas.
Pero duré muy poco completando la
tarea. Una especie de instinto me hizo levantar del asiento como un resorte y me
llevó a la cocina. No era hambre.
En la mesa estaba todavía el
celular. Aproveché que mi mamá se estaba bañando –siempre se baña a las seis de
la tarde– y me envié el contacto de María cuidando de borrar la evidencia del
envío. La campanita de notificación sonó en mi cuarto.
“El amor no se trata de edades, distancia o
sociedad, solo de dos corazones”… volví a leer ya en mi teléfono.
Tal vez fue eso, sin darme cuenta
lo que me dio la idea de escribirle, aunque no inmediatamente. Siempre he sido
de aplazar las cosas aunque sean buenas. Me dije que iba a cabar la tarea de
los mapas primero y que después vería si le escribía.
Terminé la tarea pero me dije que
quería comer algo. Comí. Después apareció mi mamá pidiéndome que sacara la
basura. La saqué. Después entré la bicicleta. Cerré la puerta del cuarto con
llave y me senté en la cama. Me entretuve viendo los mensajes, un video.
Aplazaba la cosa. Mañana le escribo –me acobardé. Pero a los cinco minutos cambié
de decisión:
–¿Hola cómo estás?
Respondió más rápido de lo que
esperaba.
–Hola ¿Quién eres?
Le dije la verdad, que era Jorge –aunque
la foto de perfil era la de Jorge, mi primo.
A esa altura no había pensado qué
le iba a decir, simplemente obedecí a un impulso más fuerte que el de jugar play station, comer pizza o ver
videos de youtube.
–Hola Jorge… ¿en qué te puedo
servir? –Seguro pensó que era algo de trabajo.
Realmente no sabía en qué me
podía servir y no supe qué contestar. ¿Es que la iba a invitar a salir? ¿Le
seguía la corriente y le decía que era para una cita de peluquería? ¿Qué hacía?
Apagué el teléfono y lo tiré en la cama como había tirado el catálogo de
ventas en la mesita de la sala.
Pero no aguanté mucho tiempo. Volví
a revisar el chat.
–Hola…–había vuelto a escribir.
¡Tenía que responder algo! Si no,
a lo mejor se enojaba y me bloqueaba y entonces adiós fotos de perfil y estados
y…
–Hola… –escribí.
–¿Te puedo servir en algo? –repitió–
Y como me demorara para responder,
–La verdad es que estoy muy
ocupada -emoticón sudando-.
-Te vi en la peluquería -respondí
sin perder tiempo- y me pareciste muy linda.
Ya estaba. Lo había dicho. Sentí
más adrenalina que con el Fortnite. Ahora salía en la pantalla:
…Escribiendo…
…Escribiendo…
Después no salió nada.
¿Qué habría escrito? ¿Se
arrepentía de haber escrito algo bueno o algo malo?
Pensé volver a escribir, ¿pero
qué?...
Un emoticón de sorpresa salió de
su lado del chat.
–No quiero molestarte -empecé a
recular asustado- si estás ocupada…
–Está bien ya me desocupé… no hay
problema…
Y después:
–¿Y tú que haces Jorge?
Me hice el que era Jorge, mi
primo.
–Estudio. En la universidad.
–¡Oh!... ¿Y qué?
Jorge estudiaba en un tecnológico
algo de ventas.
–Medicina.
Nuevo emoticón de sorpresa…
–Siempre he querido estudiar
medicina… ¿En qué semestre estás?...
–Segundo.
Me sorprendió mi capacidad para decir
mentiras.
–Ah ¿Y qué materias estás viendo?...
Aproveché que tenía el computador
encendido y empecé a buscar en google.
–…Histología… lo de los
microorganismos y eso…
–Súper…
Después, justo cuando iba a
ampliar el concepto de histología para reforzar la mentira, me escribió que
había llegado un cliente.
–Después me sigues contando… -terminó.
¡No lo podía creer! Temblaba y
tenía la cara roja –lo supe porque me miré en el espejo para ver si yo era el
mismo valiente y mentiroso que había acabado de escribir en el chat.
Al día siguiente no veía la hora
de que acabara la clase de biología –la última– para volver a escribirle. Había tenido suficiente tiempo
de estudiar, no geografía ni inglés, sino lo qué hace un médico, qué materias hay en la universidad,
qué especializaciones existen. Borré la foto de Dragon Ball Z del perfil –ojalá
no la hubiera visto– y la reemplacé por una de un señor antiguo que decía: “En
la vida hay algo peor que el fracaso: el no haber intentado nada” Franklin D.
Roosvelt. La había puesto al azar de la página de “frases célebres” pero ya me
estaba convenciendo de ello.
Esa vez –era lunes– me dijo que
le enviara mensajes de audio, que quería escuchar mi voz, pero inventé que el
celular tenía problemas y que no grababa mensajes.
El miércoles dijo que le parecía
maduro pero también con alma de niño.
–¿Quieres que nos veamos? –me
preguntó.
-Sí, claro –escribieron mis dedos, no yo.
–¿En dónde?
Caí en cuenta de que había que
resolver el problema de dejarle ver mi alma de niño, pero sin que se diera
cuenta de mi cuerpo de preadolescente.
Quedamos que al día siguiente y
me pasé el resto de la tarde intentando resolver el asunto.
En mi mente revoloteaban las
imágenes de María, de las modelos Igora Royal, de los catálogos, de las
revistas de mi primo Jorge…
¡Jorge! Se me ocurrió que si iba en mi lugar, Jorge podría decirle a
María todo lo que yo pensaba y sentía. Yo haría del que le dice al actor qué
decir y Jorge haría de actor.
Sin mucho tiempo que perder fui a
la casa de Jorge. Afortunadamente quedaba cerca y podía ir en bicicleta. Cuando
le expliqué el asunto, lo primero que hizo fue pedir la foto del “público
objetivo”, así dijo, con las palabras
que dicen lo que estudian lo de él.
Después de ver la foto dijo que
sí, y tuvo paciencia de escuchar una y otra vez las explicaciones de lo que
tenía que hacer. Le hice prometer que no me iba a traicionar. Repetía que sí,
que había entendido, que me daba su palabra. Decidí confiar en el. Tampoco veía
más alternativas.
Quedé con María de “vernos” a las
cinco de la tarde después de que ella terminara su turno en la peluquería.
A las cuatro de la tarde, Dios
sabe que intentaba encontrar mínimos comunes múltiplos, resumir la batalla de Boyacá, y modelar con plastilina
las partes de la célula pero solo podía pensar en María y en la riesgosa misión
de mi emisario.
A las cinco y veintidós le
escribí a Jorge. Grises. Los malditos chulos grises. No sabía si había desactivado
los chulos azules o simplemente no contestaba porque estaba tan entretenido que
no quería ser interrumpido. A las cinco y media, desesperado, decidí comprobar
por mí mismo y asomarme a la heladería pero fui atajado en la puerta por mi
mamá: que si ya había acabado las tareas, que si quería perder el período, que
ella pagaba el colegio, que si era que a mí no me importaba; así que tuve que
resignarme y volver a las tareas. El aparato de Golgi, la mitocondria y los
centriolos se me confundían en un masacote deforme y de colores dudosos.
Jorge no contestó nunca. Un largo
nunca que duró hasta la tarde del día siguiente porque no me contestó tampoco
por la mañana y en el colegio no nos dejaban usar el celular.
–¿Y?... le escribí a Jorge cuando
salí del colegio, presionando las letras con más fuerza que de costumbre.
Cuando apareció “escribiendo” pensé que me iba a desmayar.
–¿Y? –fue su respuesta.
¿Y qué? ¿Y qué? ¿Acaso estaba
loco?...
–¡María! –escribí.
–Ah… bien.
–¿Bien? ¿Bien?... ¿A qué jugaba?
Mándame un audio –le exigí–, y me respondió que el celular no mandaba audios,
que si quería podía ir a su casa.
En su casa tuve que saludar a la
tía que me preguntó por los productos de mi mamá, que si todo bien por la casa,
sí señora todo bien, y usted ¿cómo está? ¿Está Jorge?...
Se estaba bañando. Cuando por fin
salió, le pregunté:
–¿Y?...
–Bien, pero calma, primo -me
dijo.
Lo primero que me dijo es que
tenía buen gusto. María era mejor en persona que en la foto de perfil. Me contó
que le había dicho todo lo que yo le había dicho: que me parecía muy linda, y
dijo que había respondido bien, pero que era muy prematuro dar un concepto en
una primera salida. Que había tenido que evadir el tema de medicina porque no
sabía nada de eso, que por qué no le había dicho.
Me dijo que la había invitado
nuevamente el sábado.
Me calmé como un adicto cuando
recibe su droga. Aunque no podía estar tranquilo del todo.
Le decía mis palabras y luego me
traía las de María que yo volvía a responder. Después de tres citas, sus reportes
eran halagadores: él decía, ella respondía, yo volvía a responder.
Empezó a venir todos días a preguntarme qué más le decía. Yo le daba cada
más palabras, cada vez más comprometedoras, y, hay que decirlo también, cada
vez más elaboradas.
El día que Jorge le declaró su
amor a nombre propio, María lo rechazó. Que le parecía atractivo, le dijo, pero
que -ella no era mujer de medias tintas- sentía algo falso en él y que lo único
que no soportaba en la vida eran las mentiras,
que por lo que habían hablado era claro que él no estudiaba medicina y
que le aconsejaba ir con la verdad por la vida, que a ninguna mujer le gusta
que le anden diciendo mentiras.
Tal vez por una lealtad familiar
de segunda mano viendo terminada su empresa le contó todo: que era yo, que la
foto de perfil, que Jorge… y María, a lo mejor por curiosidad –aunque no me
escribió por el chat– me mandó a decir con
Jorge que me esperaba en la heladería al día siguiente.
Mi plan volvió a su cauce aunque
por un camino diferente al que yo había calculado…
Así que ahí estaba yo. Esperaba y,
a pesar de estar en una tienda de helados, sudaba como en una clase de
educación física, sin atreverme a pedir nada hasta que llegara María. A las
cinco de la tarde apareció. Se había hecho una trenza como la de la foto de
Pantene Provitamina B5 del catálogo de ventas.
Cuando me vio sentado en la
silla, algo en sus ojos relampagueó y se dirigió muy seria a la mesa. Se sentó.
–¿Jorge?
–¿María? –Respondí, queriendo
hacer una broma que ella respondió con un sí en el que no pude adivinar encanto
ni enojo ni sorpresa ni decepción ni nada, un tono difícil de descifrar, como el
de la psicóloga del colegio cuando me llevaron porque iba perdiendo el año.
Se sentó y tomó la carta de los helados.
–¿Y?...- Me precipité a
preguntarle. Mi inexperiencia era total.
Se quedó callada un rato. Parecía
tranquila.
–De mora -dijo.
–¿De mora? Tardé unos segundos en
entender que se refería al helado.
–Claro –dije fingiendo seguridad
y llamé al mesero con un gesto que tardó más de la cuenta en detectar–: un
helado de mora para la señorita, y para mí, chocolate con pasas.
El silencio volvió a reinar en la
mesa.
Insistí:
–¿Y?...
–¿Y qué?... -respondió ella
poniendo las palmas de las manos hacia arriba. Me pareció que sonrió.
Caí en cuenta de que “Y” podía
significar muchas cosas. Di una lamida al helado para darme valor:
–¿Yo también te gusto?
Como tomaba algunos segundos en
responder casi le suelto un discurso de que yo tenía certezas de grande, de que
hay algo en uno que es grande aunque uno lo sea tanto, pero no fue necesario
porque siguió:
–A mí lo de la edad no me importa
Jorge…
¡Lo sabía! ¡Sabía que nuestra
conexión era profunda! Ahí me tembló un
poco la mano y quise darle una lamida nerviosa al helado pero me contuve. No
quería parecer infantil…
Dijo que sabía que había gente
grande en cuerpo de chicos y viceversa; que ella misma había se había enamorado
a los 12 años de un hombre de 20 y que había sido su novia.
¿Novia? ¿había dicho novia?... escuchaba
sus palabras. Un chorrito de helado derretido se deslizó por mi mano.
Dijo también que no estaba
molesta porque hubiera utilizado un “actor”; que lo consideraba como una idea
ingeniosa y que, aunque no toleraba las mentiras podía entender mi situación…
Y se detuvo para dar una largo
lametazo al helado. Miró hacia la puerta y dijo.
–Mmmm…. No me gusta…
No supe qué decir; me debatía entre
decirle que cambiáramos de helado pero pensé que el helado es algo muy personal,
o decirle que lo cambiara, pero no tenía mas dinero para otro helado.
Como si hubiera escuchado mis
pensamientos dijo con suavidad:
-No Jorge, el helado está bien.
El que no me gusta es usted.