miércoles, 1 de marzo de 2023

INSECTOS

Un insecto camina sobre la superficie exterior de la ventana. Sus alas, alargadas, se prolongan más allá de su cuerpo de gusano; en la cabeza, dos antenas largas que parecen cumplir la función de ojos se agitan incesantemente en todas direcciones. Su trayectoria sobre el cristal parece errática: sube, baja, camina hacia izquierda y derecha, practica diagonales ascendentes y descendentes. 


Después de un rato de verlo caminar por el vidrio caigo en cuenta de que no me sorprende que lo haga y ahí me sorprendo de que no me sorprenda ¡Camina sobre una superficie vertical y no me sorprende!. Después pienso que si bien existe esa fuerza que llamamos gravedad según la cual los cuerpos no pueden sostenerse -¡menos caminar!- en superficies verticales, también existe esa otra fuerza, la de la costumbre, que dice que es natural que ocurra lo que hemos visto ocurrir más de dos o tres veces.


Me pregunto después si he visto antes este tipo de insecto y ahí pienso que es posible que haya estado antes en mi campo visual y yo no lo haya visto. Pienso que es posible que en nuestra relativa larga vida (en comparación con la de los insectos) solo haya una oportunidad de ver un insecto determinado. Un encuentro único. 


¿Cuántos miles de encuentros únicos tenemos en la vida? 


¿Qué valor tendrá eso?  


Me proyecto en el insecto. Imagino mi vientre contra la fría ventana nocturna y me estremezco, no digo de frío, sino de la imagen del frío. Sin embargo dudo de la verosimilitud de mi identificación porque a los insectos el frío y el calor, me parece, les resultan indiferentes. 


Vuelvo sobre el hecho de la caminata vertical: ¿Por qué lo hace? Después de pensar un poco creo que su objetivo es llegar a las lámparas interiores de la casa. Tal vez su trayectoria, errática en apariencia, tiene la intención de "peinar" la zona en busca de un espacio, de un hueco para llegar a la luz. 


La imagen me interesa. Pienso en las personas que salen en la televisión diciendo que han regresado de la muerte. Dicen que vieron una luz que los atraía y que, de haberla seguido, tal vez no hubieran regresado. ¡No vayas hacia la luz! le dice Sid, el perezoso de la Era del Hielo, a otro personaje para que regrese porque cree que está muriendo. Tánatos: un insecto que busca un hueco para acercarse a la luz. Algo dentro de nosotros busca constantemente ese hueco.


A todas estas el insecto se pierde detrás de la pantalla del computador. 


Otros insectos diminutos caminan y vuelan y aterrizan y saltan de un lugar a otro en la ventana como si la gravedad no actuara en sentido vertical sino horizontal. Los dejo. Dirijo mi atención -la dejo que vaya donde quiera- hacia la base de madera de la pantalla, una base en forma de caja en donde un diminuto cuerpo -no sé si es un insecto diminuto o una viruta de madera pegada a la caja-, parece moverse. No. No se mueve. O tal vez sí. O… Tal vez es una ilusión provocada por mi falta de agudeza visual. O tal vez la visión de los pequeños insectos móviles me hace parecer que esa pequeña protuberancia es otro insecto. Por más que me acerco no logro determinar si se mueve o no. Me doy por vencido y vuelvo a la ventana en donde el insecto grande, que ahora me parece que está del lado de adentro -aunque sé que está afuera-, se cruza, como si fuera un camión, con los pequeños, -diríase patinadores por la diferencia de tamaño- que vienen en dirección contraria. Por fracciones de segundo, antes de corregir su trayectoria, se detienen: 


-¡Quiubo! -me parece que les dice el grande a los pequeños- ¿Ya encontraron el hueco hacia la luz?


-Nada patrón -me parece que le responden aquellos- Como que va a ser una vida larga.


sábado, 15 de octubre de 2022

Ascensor

 Lo cogí, por equivocación, subiendo. Una rubia bonita lo abordó en el piso 17. En el dieciséis, dos señores, uno gordo y bajito y otro flaco y canoso que llevaba una escalera.


En el piso dieciséis, en el quince, en el catorce subieron nuevos pasajeros. El ascensor estaba al límite de su capacidad. En el trece, con la última tanda, no tuve más remedio que hacerlo. Dos lustros costumbre  (cien años hace que se instaló el primer ascensor en Medellín) me obligaban a decir: "El lechero". 

Alguien tiene que decirlo siempre: "El lechero". Significa que, como el carro de la leche que paraba de casa en casa, el ascensor lo hace de piso en piso. Finalmente, para completar el ritual, los demás deben celebrar el símil, si no con una risa, al menos, con una sonrisa.

Al señor de la escalera le hizo más gracia de lo acostumbrado. Reía gozoso, como si fuera la primera vez que oía el viejo chiste. Tal vez acostumbraba más la escalera que el ascensor. 

De ahí en adelante la gente de todos los pisos, o Dios, o el universo o el azar, que a lo mejor son la misma cosa, determinaron que el ascensor siguiera parando en cada piso para risa general de los pasajeros y perplejidad de los esperantes que eran recibidos por gente que reía cuando se abrian las puertas.

La rubia, con sorpresivo acento gringo comentó que en Miami vivió en un edificio de cincuenta pisos, en el que había cuatro apartamentos por ascensor. Decía "uff" y "oh mi god", y todo el ascensor oyó la historia que se prólongó hasta el primer piso. El gordo bajito le dijo "gracias".  

Alguien hizo otro comentario y yo aproveché para decir, cuando llegué al sótano, "y yo que lo cogí desde el décimo y me tocó subir". Recibí risas de los pasajeros que habían vivido todo el periplo y me baje riendo, pensando como buen nativo que estas cosas solo pasan en Medellín.





martes, 1 de febrero de 2022

Taller de escritura: la máquina Freudiana Con énfasis en textos cómicos y/o material humorístico

A lo mejor no sabes por qué pero tienes el deseo de escribir, tal vez no sabes qué, tal vez te gusta y no lo haces con mucha frecuencia o nunca lo has hecho pero se te ha ocurrido hacerlo.

¿A quién va dirigido el taller?

A personas que quieran explorar la escritura como forma de disfrute, de autoconocimiento o como herramienta para producir ideas con fines artísticos, publicitarios o de cualquier otro tipo como comedia, cuentos o guiones.

¿Qué lograrás en el taller?

·         Disfrutar el acto de escribir.

·         Explorar los contenidos que se te pueden dar más fácil.

·         Superar obstáculos que te impiden una escritura fluida.

·         Explorar usos de la escritura: herramienta de creación, de autoconocimiento, de diversión.

·         Conocer fenómenos que ocurren en el acto de escritura y que puedes aprovechar para la creación.

¿Qué te vamos a enseñar?

·         Pautas y técnicas para desbloquearte.

·         Cómo producir ideas para tus textos o material cómico.

·         La lógica del proceso creativo basado en conceptos y técnica del psicoanálisis.

¿Qué no te vamos a enseñar?

·         A escribir géneros particulares (cuentos, novelas, guiones para producciones audiovisuales).

·         Puntuación.

·         Corrección.

 

Ejercicios de escritura que realizaremos 

·         Escritura de calentamiento.

·         Escritura de sueños: argumentos, conflictos, conexión emocional, reflexión.

·         Elección y desarrollo de temas: experiencia, referentes.  

·         Escritura para conectar: lo que está pasando.

·         Reescritura.

 

¿Quién lidera el taller?

Santiago Trujillo Velásquez – Psicólogo

Autor del blog: el blogcutorio

Autor de libros digitales: La vuelta al pénsum en 40 meses, Así de simple (en Amazon), Todo se supo, Edmundo y la pitadora de Oro (disponibles para los asistentes).  

Copywriting y artículos web y redes sociales de Inversora JK

Stand up comedy performer

¿Dónde haremos el Taller?

Ártiga, Café y Centro cultural 

Tv. 5a #45-140, Medellín (Patio Bonito)

Aporte:

$140.000

4 sesiones

Marzo 24 y 28; abril  4 y 7

Horario: 7 a 9 p.m.

lunes, 27 de diciembre de 2021

Baldaquio continúa su camino

Como la resultante de las fuerzas motrices le resulta favorable, Baldaquio inicia su camino hacia el parque. Unas cuadras más adelante, sin embargo, llegando al supermercado, disminuye la velocidad de su marcha hasta detenerse. Mira hacia un lado; mira hacia el otro. Observa el entorno, como indeciso. La experiencia no le es extraña. La frecuencia con que se queda clavado en algún sitio de la calle sin que haya poder humano -incluído el suyo propio- que lo mueva, no es escasa.  

Por eso ha aprendido a esperar. No sabe muy bien qué, pero espera. Sin rumbo, sin deseo, sin objeto. Desde afuera parece que alguien lo va a recoger en un carro o que espera un taxi, o que quedó de encontrarse con alguien para ir a una cafetería a conversar o a discutir algún negocio.

Mientras espera, cree reconocer, en una calva que se le acerca por la acera la de un conocido de cuyo campo visual, a fin de evitar el saludo, quiere sustraerse. Utilísimas le resultan las escaleras que conducen a la puerta de un banco porque la calva y su dueño siguen de largo bajo la mirada identificadora de Baldaquio que constata aliviado desde la vista de planta que el tipo no era el que creía. 

Su estado mental es modificado de improviso por el chirrido de los neumáticos de una moto que ha frenado en seco.

Inmediatamente el deseo de que ocurra un accidente le descubre la presencia, hasta entonces oculta, de impulsos y deseos homicidas en su alma.

 y algo se le destraba adentro que le permite. continuar su camino hacia el parque. 

El espacio para perros del parque, una especie de corral propicio para que los canes satisfagan sus necesidades de juego, de excreción, de socialización, de ejercicio.

Uno de los perros, “Titán”, no parece tener otro interés en la vida que matar a los demás. Ha de ser el motivo por el cual su dueña lo saca con bozal y trata de contenerlo con una traílla como la que usan los perros de los ciegos. (Un perro asesino no debería guiar a un ciego) El perro, ladrando furioso, la arrastra como una lancha a un esquiador. Los ojos, inyectados en sangre, parecen invocar las oscuras fuerzas del mal y de la muerte. Tal vez sea el estorbo del bozal lo que hace ineficaces sus invocaciones porque la mujer logra contenerlo.

¡Maldita sea! –imagina Baldaquio que se dice Titán– ¿A qué salir al parque si no puedo matar a nadie?

Los otros perros, en cambio juegan, corren, persiguen pelotas.

Uno blanco, grande y sin correa, esponjoso como una mota de algodón, se dispara hacia el Titán. Sus cuerpos se traban de inmediato en una lucha que a la distancia semeja la rueda del ying y el yang. A mordiscos quieren los perros liberarse la muerte que llevan dentro; Titán, embozalado, se anota la desventaja. Los gritos de la dueña de “Ode”, el perro blanco, llegan al escenario de la pelea. Al poco tiempo llega la dueña que advierte, repite sin cesar el nombre del perro, grita, separa.

Tractor.

En el parque hay también la réplica de un tractor. Papel brillante amarillo rojo naranja lo recubre a manera de pintura.

¿Un tractor? ¡Pero qué!… ¿Cuándo, dónde, a qué horas, en el prolijo repertorio de símbolos e imágenes navideñas aparece el tractor?, ¿un tractor navideño? La mirada de Baldaquio busca otros referentes hasta que alcanza la figura, también de artificio, de un campesino gigante.  

Campesino – tractor – navidad, ahí sí le hace sentido porque los campesinos, no importa que lejanos de los brillos multitudinarios de la ciudad, no importa que distantes del rojo coca–cola de Santa Claus, del glamour de la ciudad, también celebran la navidad; también, tras apearse del tractor, van a la tutaina, a los peces del río, a la nanita nana.   

Las niñas

Los niños, pastilla efervescente en el potaje de la vida... 

Llenas de vida, tres niñas juegan, se persiguen, celebran rápidos acuerdos. Ora suben a la tarima pequeña adornada con muñecos, emblemas y avisos alusivos a la navidad (vivamos en paz, cuidemos los niños); ora bajan los peldaños y tornan a subir. Corren, suben, bajan, repiten.

–¡Juliana! ¡me voy!... –grita, empujando un coche de bebé vacío, una señora.

Juliana es la más pequeña, la que persigue a las más grandes. Tiene a lo sumo tres años, las otras ocho o nueve.

–¡Chao Juliana!... –insiste la señora.

La amenaza del abandono, sin embargo, como técnica de coacción no le funciona en esta ocasión.   

La gente sola

Hay gente que se entretiene sola; así el señor maduro y musculoso y la mujer enjuta de los audífonos. Sentados en las sillas empotradas del parque, el uno contempla sin mirar el celular mientras que la otra canta y baila con las manos una música inaudible. 

Treinta minutos parece ser el tiempo que una persona permanece sola en un parque de manera espontánea: primero se va el anciano fornido. Después la mujer enjuta con sus pantalones de color violeta.  

Se jubila la tarde y las bombillas de la tarima, del tractor y de la estructura gigante de alambre que representa a un campesino se encienden a un mismo tiempo.  

¡Uau! Se iluminan también las niñas tomadas por sorpresa justo cuando miraban a la tarima.

Suben al rato al tractor, diseñado para que puedan subir. Se asoman sobre la supuesta portezuela, obedientes a su madre, que reclama el derecho inalienable a tomarles fotos con el celular.  

La más “papeleta” hace una mueca para la foto.  

A todas estas, sentado al aire libre, quieto, en las sillas de hierro y madera dispuestas por la administración municipal -para que los ciudadanos a los que hace enfurecer con sus iniquidades, omisiones, y negligencias se calmen-, han servido también a Baldaquio. Su ira se ha ido, cansada, a dormir con las sombras del crepúsculo.      

sábado, 6 de febrero de 2021

UN DÍA EN LA VIDA SUYA

Usted no durmió bien porque tal vez los del piso de arriba se pasaron la noche tirando alfileres al piso –tiene usted esa hipersensibilidad que cualquier cosa, si es que logra dormirse, lo despierta–, o porque hizo mucho calor o porque simplemente tiene usted esa mala costumbre de no dormir. Más de una vez, cuando dudaba si enojarse cabalmente porque a lo mejor se le espantaba el poco sueño que todavía confiaba tener, una de las neuronas diseñadas para preocuparse, la más hiperactiva, despertó a sus compañeras y las animó a resolver asuntos que no era el momento de resolver:

–A ver, entonces, ¿Cómo vamos a hacer con los gastos del mes, con el arriendo, con el trabajo que quedó pendiente?, ¿Cómo vamos a ajustar esas cuentas para que den, cómo vamos a resolver al fin lo de la tesis de la maestría? recuerden que el asesor dijo que la pregunta de investigación es falsa, o carece de todo interés, no me acuerdo…  

En fin que usted empezó a darle vueltas a las cosas, o mejor las cosas empezaron a darle vueltas como cuando en las caricaturas le dan un palazo a un personaje y unas estrellitas empiezan a girarle alrededor de la cabeza, pero, por fortuna, el murmullo de sus pensamientos, en un momento dado, sin que se diera cuenta le arrulló y se volvió a dormir.

A las tres y cinco de la mañana un “no” apareció en su cabeza; no puede ser, se dijo, porque la vejiga consideró que era un buen momento para descargarse, y usted sabe muy bien que su vejiga no es de las que se aguantan; no quiso que volviera a relajarse como esa vez en que, ya hombre o mujer derecho o derecha, se orinó en la cama y no supo si reír o avergonzarse y le tocó inventar alguna excusa creíble para justificar la volteada del colchón: que hay que cambiarlo de lado cada año, dijo usted cuando se lo preguntaron, fingiendo suficiencia científica.

En resumen, pasó una noche de perros aunque hace mucho que el dicho no le parece veraz porque ha podido constatar, una y otra vez, cómo su perro duerme, sin excepción, todas las noches a baba suelta. Ya quisiera usted dormir como su perro, se dice, que parece tener tan poca necesidad de sueño, que no se molesta cuando despierta, que tiene la fortuna de dormir de día, que nunca parece faltarle ni el sueño ni la vigilia.

Después de apagar el despertador del celular en la mañana durmió cinco minutos más y después de esos cinco minutos otros cinco más y después media hora hasta que llegó el momento preciso de llegar tarde al trabajo si bien su oficina por estos días queda en el comedor y puede llegar, no en tren, automóvil o taxi sino en chanclas, a lo mejor las de su pareja porque por alguna extraña razón no puede encontrar las suyas que, como constatará más tarde, están siempre en su lugar.  

Se levantó como un resorte a sabiendas de lo malo que es eso y sin bañarse y sin cambiarse, se arrastró hasta el computador como lo hacen los zombies, los híbridos humanos o cualquier tipo de monstruo humanoide, con las manos estiradas, haciendo ese sonido que hacen las chanclas que es como una palmada en los talones.

Sin sentarse pero bostezando de la manera menos glamorosa posible, el pelo revuelto como un nido de pájaros, presionó el botón de encendido del computador y tomó el camino a la cocina para hacerse un café. Caminó un poco, estiró las manos, volvió a bostezar e intentó hacer a un lado esos pensamientos difusos de la mañana, tal vez una canción oída en sueños –avisos de publicidad incluidos– o alguna palabra sin sentido como “elefandro”.

Cuando calculó que el café ya estaría listo se dirigió a la cocina para comprobar que no, que no estaba listo porque, una de tres, olvidó echarle el agua, olvidó echarle el café, o en lugar de la cafetera conectó la licuadora, o todo junto.  

Cerciorado o cerciorada esta vez del correcto funcionamiento de la cafetera, se rascó la nalga por debajo de la piyama y escuchó con odio el ominoso taraaaaá de la cortinilla de Windows. Con la decisión de supervisar el fin del proceso del café lo sirvió al final, regó un poco sobre las paredes del pocillo y se sentó en la mesa del comedor sin saber todavía por dónde empezar o continuando el trabajo que no alcanzó a terminar el día anterior a pesar de que se quedó haciéndolo varias horas más del horario laboral, esto quien me lo paga, nadie, refunfuñó, y siguió con su labor.

Como la telereunión de teletrabajo no podía faltar tuvo que arreglarse la cara a sabiendas de que debajo de las pantallas de los asistentes medraban el calzoncillo, el calzón, la piyama rota, a lo mejor el alma rota pero no nos pongamos dramáticos, y observó que todos se fingían una lucidez y una energía que envidiarían el Dalai Lama y el gurú histriónico de los cursos de marketing del Facebook juntos, aunque es cierto que uno de los asistentes de la reunión siempre tiene esa energía –todos sospechan que es un robot conectado al mismo tomacorriente del pc– porque a esa hora habitualmente ya ha trotado, ha hecho pilates (sus pilatunas, dice, en el colmo de la ridiculez), ha ido a la clase de yoga, de inglés y de hebreo y ha barrido y trapeado la casa ¿Este qué mete para tener tanta energía? se preguntan mentalmente todos, y a continuación: no se lo deben aguantar en la casa.

La reunión fue de nuevos problemas, cosas que ya se habían hecho y que había que volver a hacer porque a alguien le pareció a última hora que no estaban bien y usted rezó un rosario de improperios dentro de su mente que tomaron la forma de una sonrisa complaciente en su cara maquillada a la carrera (si usted es mujer o si es un hombre con gustos vanguardistas). Sí, claro, no hay ningún problema, qué más iba a decir. Por lo menos ya tengo chicharrón para el almuerzo, se consoló con una melancólica broma.

Terminada la reunión colgó e hizo el desayuno mientras deseó que alguien lo hubiera preparado y se lo hubiera llevado a la cama antes de todo el voleo.  

Siguió trabajando hasta la hora de almuerzo y otra vez volvió a desear que alguien se lo hubiera preparado. Se demoró una hora haciéndolo, quince minutos comiéndolo y treinta lavando los platos que se resisten a mantenerse limpios y que al parecer, mientras usted no los vigila se ensucian obedeciendo las leyes de una progresión exponencial.

Almorzó y dejó los platos en la poceta sabiendo que a la hora de la comida le iba a tocar lavar, si todavía tenía aliento, las dos tandas. Se lavó los dientes y nuevamente se presentó la hora de una nueva reunión o de seguir con el trabajo que regularmente ambientan el timbre del teléfono, los golpes incesantes de la construcción de al lado, el vendedor de aguacates que a juzgar por su potencia podría promocionarlos desde su propia casa, o la campanilla del whatsapp que anuncia consultas de los compañeros de trabajo o citas extra laborales que tendrá que cumplir –si es que no trabaja los sábados– el sábado  o cualquier otro día de la semana a expensas de su hora de almuerzo.   

Al final de la jornada, que se prolongó, como el día anterior y el anterior al anterior y uno de los días del fin de semana, un poco más, usted se sentó, apagó el computador y entonces ya tuvo tiempo para castigarse por no haber hecho ejercicio, no haber cultivado conocimientos adicionales, leído uno de los diez libros que se supone que tiene que leer al año y no haber desarrollado un nuevo emprendimiento para obtener recursos adicionales como el compañero de los pilates que además de trabajar en la empresa tiene dos negocios por internet y es voluntario en la perrera municipal.

Volvió a hacer la comida, comió, revisó el celular, rió con los memes y los videos de rigor, consultó su suerte a las estrellas, a los signos zodiacales, a los ángeles, conversó un rato, lavó los platos, lavó la ropa, sacó la basura, le dio comida al perro –que no había sacado a pasear y se la pasó todo el día aruñando la puerta–, y se dijo que ahora sí iba a dormir, deseo frustrado por el paradójico exceso de cansancio que suele impedírselo.

Intentando más tarde quitar una arruga de la sábana de la cama, al fin, se desmayó o creyó desmayarse y ahora duerme, no se sabe si plácidamente, pero duerme al fin y al cabo.

Lo único que va a diferenciar esta noche de las otras es que esta vez al escuchar el taconeo de la vecina de arriba, va a abrir el cajón del nochero, va a sacar el revólver que compró en la prendería y se va a dirigir con él, arrastrando los pies, hacia la puerta de salida.

jueves, 15 de octubre de 2020

PSICOTERAPIA DE PALOMAS

 –Y qué le sucede, cuénteme…  

–Bueno doctor, lo primero es que vengo estreñida hace mucho tiempo…

–¿En qué trabaja usted?

–En un parque. Ese es el problema: intento cagar en el atrio de la iglesia y no lo logro…

–Será la alimentación.

–No creo. Maíz, pedazos de pastel de la panadería, la dieta es la misma… A veces me sale algo, pero de una consistencia tan sólida que no se adhiere a las camisas de la gente, a los carros, al parque… usted sabe, la idea es que se adhiera, no que rebote. Ya las compañeras me están empezando a mirar feo, a gorjear feo, por eso decidí buscar otro trabajo.

–Ajá.

–Conseguí un trabajo adicional con un mago y ese es el otro problema. Cuando me tengo que meter en el sombrero. De meterme, me meto, pero me empieza una angustia tenaz, como una agorafobia, una claustrofobia un sombrerofobia…

–¿Pero siempre está metida en el sombrero, o en dónde más se tiene que meter?

–Doctor, eso son secretos de magia ¡no pretenderá usted que se los revele! ¡el show se echaría a perder!

–Si no me dice no veo como pueda ayudarle.

–Está bien. En el bolsillo del mago.  

–¿En algún otro lugar?

–El mago tiene una especie de sala de espera detrás del escenario. Me siento ahí y de pronto estoy en el sombrero; no sé cómo llego, solo aparezco, y ahí es donde empiezo a experiementar esa ansiedad, esa idea de que me voy a morir; me empiezo a ahogar, a hiperventilar, ¡un verdadero infierno!… Hasta que por fin me saca del sombrero. Después, cuando los aplausos, me asusto y salgo volando. Afortunadamente se puede salir volando porque hay otros actos en los que dejan la paloma encima de una mesa hasta que la asistente viene y se las lleva, hay variaciones sobre el tema.

–Y por qué continúa en ese trabajo.

–Con lo del parque no me alcanza. Además, desde la última visita que la Sociedad Protectora de Animales le hizo al mago la comida mejoró notablemente. Para evitar maltrato a los animales, usted sabe. Pero no es suficiente. Tengo que combinar lo del parque con lo de la magia.

–¿Ha intentado hablar con el mago?

–Muchas veces.

–¿Y?

–No me entiende… me canso de arrullar y él parece entender que quiero algo pero no logra decifrarlo. Si todas las personas fueran como usted doctor...

–«Ajá, transferencia» Continúe…

–Vivo con miedo del día siguiente. Para evitarlo, algún día falté al trabajo, pero no me puedo dar ese lujo. La competencia es alta, no soy la única paloma, y también están los conejos, mucho más acostumbrados a vivir en madrigueras oscuras... Y está ese conejo que intenta seducirme… ¡Horrible!…

–A lo mejor esa sea la causa de su fobia; no tanto el encierro sino la posibilidad de que el conejo la seduzca o... quizá se siente algo atraída…

–La verdad sí, pero eso no puede ser; las relaciones interespecíficas son absolutamente rechazadas en mi familia.

–Jmmmm. Después examinamos eso, que Roma no se hizo en un día. Vamos a intentar una terapia de desensibilización. Venga a ver. No tengo un sombrero pero métase en esta cachucha…

–A ver… No me atrevo, doctor…

–Venga le ayudo.

–¡Así no, doctor! me lastima la pata; me hice un esguince intentando escapar de un niño que me persigue en el parque. 

–¿Así?  

–Bueno.

–Cálmese, comparado con la mujer a la que parten en dos esto no es nada…

–Bueno, ya me siento un poco más tranquila. Pero no me quite su mano de encima, me hace sentir segura, como mamá cuando me metía debajo de su ala…

–¿Ala?…

–¿Es usted bogotano doctor?

–Quiero decir, se sentía segura cuando su mamá la metía debajo de ala…

–Sí, su ala era calientica, segura.

–Bueno, voy a empezar a retirar la mano… ¿cómo se siente?…

–Tengo un poco de miedo pero creo que puedo manejarlo…

–¡Vea! Ya retiré la mano. Ahora voy a apagar la luz.  

–¡No! ¡La luz no, doctor!...

–Tranquila. Imagine un ala grande, siéntase confortada… ahora voy a salir de la habitación.

–¿Y bien?

–¡Doctor! ¡Creo que estoy curada!...

–¿Ya no tiene miedo?

–No. Me cagué en la cachucha.

JENGA

La primera vez que la vi fue en la peluquería. Yo estaba sentado en la silla y ella le estaba enjuagando la cabeza a una señora de pelo morado. Me sonrió. Con algo de pena, como se hace con los adultos –ella tendría más o menos veinte años– le devolví la sonrisa.

–¡María! –escuché que le dijo la dueña del salón– ¿Me colabora por favor con la señora cuando termine ahí?...

Y María dijo que sí con esos dientes blancos y puliditos y con ese pelo liso, brillante, y negro que la hacía parecer una de las modelos de Sedal.

Me volví a acordar de ella cuando estaba calcando el mapa de sociales y ya no quise buscar la población de Uruguay ni su economía ni sus ciudades principales ni ninguno de esos datos que siempre se me olvidan en los exámenes.

Como era de esperarse saqué mala nota. Tal vez fue por eso, para animarme un poco, que pasé por la peluquería de María después del colegio. No es que tuviera un plan, solamente pasar. Estaba seguro de que ahí estaba María pero la vidriera no la dejaba ver. No quise que nadie me preguntara nada y por eso seguí mi camino.

Cuando llegué a la casa y descargué la mochila en el sofá de la sala, encontré sobre la mesita el catálogo nuevo de ventas de mi mamá. Me puse a hojearlo y me detuve en el capítulo de las tinturas, del shampoo y de los acondicionadores. Una mujer de pelo negro, muy negro, sonreía al lado de una caja de Igora Royal 101. Negro Noche. $17.950, rebajado.  

–¡Jorge! –era mi mamá desde la cocina. Tiré el catálogo sobre la mesa como asustado, como si fuera una de las revistas que Jorge –el primo mío que también se llama Jorge–, guarda debajo del colchón.

–¡Jorge! –repitió...

Que se le había borrado el contacto de Miriam del teléfono y quería que se lo recuperara.

Reinstalé la aplicación y empecé a deslizar la lista de contactos para buscar a Miriam: Marcela V, Marco Puert, Margarita B,  María–Abelardo, María Avendaño, Maria botica… ¡María Peluq!...

Cerré la lista de contactos y abrí el WhatsApp. La foto de perfil la mostraba, otra vez, sonriendo. Estaba vestida con una camiseta de algodón –US NAVY– y unos leggins morados. En el estado aparecía una ilustración de una pareja besándose: “El amor no se trata de edades, distancia o sociedad, solo de dos corazones”.

Hasta ese momento solo se me había pasado por la cabeza la imagen de María, pero ahora se me pasó una pregunta ¿Tenía novio? Algo dentro de mí, como cuando uno saca una ficha de Jenga se empezó a tambalear. Pero al segundo siguiente un análisis volvió a estabilizar mi torre interior: ni en la foto de perfil ni en el estado aparecía ningún novio.

Le dejé el celular a mi mamá en la mesa del comedor y me fui al cuarto a hacer la recuperación. Iba perdiendo sociales y no me podía dar el lujo de dejar la mala nota de los mapas.

Pero duré muy poco completando la tarea. Una especie de instinto me hizo levantar del asiento como un resorte y me llevó a la cocina. No era hambre.

En la mesa estaba todavía el celular. Aproveché que mi mamá se estaba bañando –siempre se baña a las seis de la tarde– y me envié el contacto de María cuidando de borrar la evidencia del envío. La campanita de notificación sonó en mi cuarto.

 “El amor no se trata de edades, distancia o sociedad, solo de dos corazones”… volví a leer ya en mi teléfono.

Tal vez fue eso, sin darme cuenta lo que me dio la idea de escribirle, aunque no inmediatamente. Siempre he sido de aplazar las cosas aunque sean buenas. Me dije que iba a cabar la tarea de los mapas primero y que después vería si le escribía.

Terminé la tarea pero me dije que quería comer algo. Comí. Después apareció mi mamá pidiéndome que sacara la basura. La saqué. Después entré la bicicleta. Cerré la puerta del cuarto con llave y me senté en la cama. Me entretuve viendo los mensajes, un video. Aplazaba la cosa. Mañana le escribo –me acobardé. Pero a los cinco minutos cambié de decisión:

–¿Hola cómo estás?

Respondió más rápido de lo que esperaba.

–Hola ¿Quién eres?

Le dije la verdad, que era Jorge –aunque la foto de perfil era la de Jorge, mi primo.

A esa altura no había pensado qué le iba a decir, simplemente obedecí a un impulso más fuerte que el de jugar play station, comer pizza o ver videos de youtube.

–Hola Jorge… ¿en qué te puedo servir? –Seguro pensó que era algo de trabajo.

Realmente no sabía en qué me podía servir y no supe qué contestar. ¿Es que la iba a invitar a salir? ¿Le seguía la corriente y le decía que era para una cita de peluquería? ¿Qué hacía?

Apagué el teléfono y lo tiré  en la cama como había tirado el catálogo de ventas en la mesita de la sala.

Pero no aguanté mucho tiempo. Volví a revisar el chat.

–Hola…–había vuelto a escribir.

¡Tenía que responder algo! Si no, a lo mejor se enojaba y me bloqueaba y entonces adiós fotos de perfil y estados y… 

–Hola… –escribí.

–¿Te puedo servir en algo? –repitió–

Y como me demorara para responder,

–La verdad es que estoy muy ocupada -emoticón sudando-.

-Te vi en la peluquería -respondí sin perder tiempo- y me pareciste muy linda.

Ya estaba. Lo había dicho. Sentí más adrenalina que con el Fortnite. Ahora salía en la pantalla:

…Escribiendo…

…Escribiendo…

Después no salió nada.

¿Qué habría escrito? ¿Se arrepentía de haber escrito algo bueno o algo malo?

Pensé volver a escribir, ¿pero qué?...

Un emoticón de sorpresa salió de su lado del chat.

–No quiero molestarte -empecé a recular asustado- si estás ocupada…

–Está bien ya me desocupé… no hay problema…

Y después:

–¿Y tú que haces Jorge?

Me hice el que era Jorge, mi primo.

–Estudio. En la universidad.

–¡Oh!... ¿Y qué?

Jorge estudiaba en un tecnológico algo de ventas.

–Medicina.

Nuevo emoticón de sorpresa…

–Siempre he querido estudiar medicina…  ¿En qué semestre estás?...

–Segundo.

Me sorprendió mi capacidad para decir mentiras.

–Ah ¿Y qué materias estás viendo?...

Aproveché que tenía el computador encendido y empecé a buscar en google.

–…Histología… lo de los microorganismos y eso…

–Súper…

Después, justo cuando iba a ampliar el concepto de histología para reforzar la mentira, me escribió que había llegado un cliente.

–Después me sigues contando…  -terminó.

¡No lo podía creer! Temblaba y tenía la cara roja –lo supe porque me miré en el espejo para ver si yo era el mismo valiente y mentiroso que había acabado de escribir en el chat. 

Al día siguiente no veía la hora de que acabara la clase de biología –la última– para volver  a escribirle. Había tenido suficiente tiempo de estudiar, no geografía ni inglés, sino lo qué  hace un médico, qué materias hay en la universidad, qué especializaciones existen. Borré la foto de Dragon Ball Z del perfil –ojalá no la hubiera visto– y la reemplacé por una de un señor antiguo que decía: “En la vida hay algo peor que el fracaso: el no haber intentado nada” Franklin D. Roosvelt. La había puesto al azar de la página de “frases célebres” pero ya me estaba convenciendo de ello.

Esa vez –era lunes– me dijo que le enviara mensajes de audio, que quería escuchar mi voz, pero inventé que el celular tenía problemas y que no grababa mensajes.

El miércoles dijo que le parecía maduro pero también con alma de niño.

–¿Quieres que nos veamos? –me preguntó.  

-Sí,  claro –escribieron mis dedos, no yo.

–¿En dónde?  

Caí en cuenta de que había que resolver el problema de dejarle ver mi alma de niño, pero sin que se diera cuenta de mi cuerpo de preadolescente.

Quedamos que al día siguiente y me pasé el resto de la tarde intentando resolver el asunto.

En mi mente revoloteaban las imágenes de María, de las modelos Igora Royal, de los catálogos, de las revistas de mi primo Jorge…

¡Jorge!  Se me ocurrió  que si iba en mi lugar, Jorge podría decirle a María todo lo que yo pensaba y sentía. Yo haría del que le dice al actor qué decir y Jorge haría de actor.

Sin mucho tiempo que perder fui a la casa de Jorge. Afortunadamente quedaba cerca y podía ir en bicicleta. Cuando le expliqué el asunto, lo primero que hizo fue pedir la foto del “público objetivo”, así  dijo, con las palabras que dicen lo que estudian lo de él.

Después de ver la foto dijo que sí, y tuvo paciencia de escuchar una y otra vez las explicaciones de lo que tenía que hacer. Le hice prometer que no me iba a traicionar. Repetía que sí, que había entendido, que me daba su palabra. Decidí confiar en el. Tampoco veía más alternativas.

Quedé con María de “vernos” a las cinco de la tarde después de que ella terminara su turno en la peluquería.

A las cuatro de la tarde, Dios sabe que intentaba encontrar mínimos comunes múltiplos, resumir la  batalla de Boyacá, y modelar con plastilina las partes de la célula pero solo podía pensar en María y en la riesgosa misión de mi emisario.  

A las cinco y veintidós le escribí a Jorge. Grises. Los malditos chulos grises. No sabía si había desactivado los chulos azules o simplemente no contestaba porque estaba tan entretenido que no quería ser interrumpido. A las cinco y media, desesperado, decidí comprobar por mí mismo y asomarme a la heladería pero fui atajado en la puerta por mi mamá: que si ya había acabado las tareas, que si quería perder el período, que ella pagaba el colegio, que si era que a mí no me importaba; así que tuve que resignarme y volver a las tareas. El aparato de Golgi, la mitocondria y los centriolos se me confundían en un masacote deforme y de colores dudosos.

Jorge no contestó nunca. Un largo nunca que duró hasta la tarde del día siguiente porque no me contestó tampoco por la mañana y en el colegio no nos dejaban usar el celular.

–¿Y?... le escribí a Jorge cuando salí del colegio, presionando las letras con más fuerza que de costumbre. Cuando apareció “escribiendo” pensé que me iba a desmayar.

–¿Y? –fue su respuesta.

¿Y qué? ¿Y qué? ¿Acaso estaba loco?...

–¡María! –escribí.

–Ah… bien.

–¿Bien? ¿Bien?... ¿A qué jugaba? Mándame un audio –le exigí–, y me respondió que el celular no mandaba audios, que si quería podía ir a su casa.

En su casa tuve que saludar a la tía que me preguntó por los productos de mi mamá, que si todo bien por la casa, sí señora todo bien, y usted ¿cómo está? ¿Está Jorge?...

Se estaba bañando. Cuando por fin salió, le pregunté:

–¿Y?...

–Bien, pero calma, primo -me dijo.

Lo primero que me dijo es que tenía buen gusto. María era mejor en persona que en la foto de perfil. Me contó que le había dicho todo lo que yo le había dicho: que me parecía muy linda, y dijo que había respondido bien, pero que era muy prematuro dar un concepto en una primera salida. Que había tenido que evadir el tema de medicina porque no sabía nada de eso, que por qué no le había dicho.

Me dijo que la había invitado nuevamente el sábado. 

Me calmé como un adicto cuando recibe su droga. Aunque no podía estar tranquilo del todo.    

Le decía mis palabras y luego me traía las de María que yo volvía a responder. Después de tres citas, sus reportes eran halagadores: él decía, ella respondía, yo volvía a responder.

Empezó a venir todos días a  preguntarme qué más le decía. Yo le daba cada más palabras, cada vez más comprometedoras, y, hay que decirlo también, cada vez más elaboradas.

El día que Jorge le declaró su amor a nombre propio, María lo rechazó. Que le parecía atractivo, le dijo, pero que -ella no era mujer de medias tintas- sentía algo falso en él y que lo único que no soportaba en la vida eran las mentiras,  que por lo que habían hablado era claro que él no estudiaba medicina y que le aconsejaba ir con la verdad por la vida, que a ninguna mujer le gusta que le anden diciendo mentiras.

Tal vez por una lealtad familiar de segunda mano viendo terminada su empresa le contó todo: que era yo, que la foto de perfil, que Jorge… y María, a lo mejor por curiosidad –aunque no me escribió por el chat–  me mandó a decir con Jorge que me esperaba en la heladería al día siguiente.

Mi plan volvió a su cauce aunque por un camino diferente al que yo había calculado…

Así que ahí estaba yo. Esperaba y, a pesar de estar en una tienda de helados, sudaba como en una clase de educación física, sin atreverme a pedir nada hasta que llegara María. A las cinco de la tarde apareció. Se había hecho una trenza como la de la foto de Pantene Provitamina B5 del catálogo de ventas.

Cuando me vio sentado en la silla, algo en sus ojos relampagueó y se dirigió muy seria a la mesa. Se sentó.

–¿Jorge?

–¿María? –Respondí, queriendo hacer una broma que ella respondió con un sí en el que no pude adivinar encanto ni enojo ni sorpresa ni decepción ni nada, un tono difícil de descifrar, como el de la psicóloga del colegio cuando me llevaron porque iba perdiendo el año.

Se sentó y tomó  la carta de los helados.

–¿Y?...- Me precipité a preguntarle. Mi inexperiencia era total.

Se quedó callada un rato. Parecía tranquila.

–De mora -dijo.

–¿De mora? Tardé unos segundos en entender que se refería al helado.

–Claro –dije fingiendo seguridad y llamé al mesero con un gesto que tardó más de la cuenta en detectar–: un helado de mora para la señorita, y para mí, chocolate con pasas.

El silencio volvió a reinar en la mesa.

Insistí:

–¿Y?...

–¿Y qué?... -respondió ella poniendo las palmas de las manos hacia arriba. Me pareció que sonrió.

Caí en cuenta de que “Y” podía significar muchas cosas. Di una lamida al helado para darme valor:

–¿Yo también te gusto?

Como tomaba algunos segundos en responder casi le suelto un discurso de que yo tenía certezas de grande, de que hay algo en uno que es grande aunque uno lo sea tanto, pero no fue necesario porque siguió:

–A mí lo de la edad no me importa Jorge…

¡Lo sabía! ¡Sabía que nuestra conexión era profunda!  Ahí me tembló un poco la mano y quise darle una lamida nerviosa al helado pero me contuve. No quería parecer infantil…

Dijo que sabía que había gente grande en cuerpo de chicos y viceversa; que ella misma había se había enamorado a los 12 años de un hombre de 20 y que había sido su novia.  

¿Novia? ¿había dicho novia?... escuchaba sus palabras. Un chorrito de helado derretido se deslizó por mi mano.

Dijo también que no estaba molesta porque hubiera utilizado un “actor”; que lo consideraba como una idea ingeniosa y que, aunque no toleraba las mentiras podía entender mi situación…

Y se detuvo para dar una largo lametazo al helado. Miró hacia la puerta y dijo.

–Mmmm…. No me gusta…

No supe qué decir; me debatía entre decirle que cambiáramos de helado pero pensé que el helado es algo muy personal, o decirle que lo cambiara, pero no tenía mas dinero para otro helado.

Como si hubiera escuchado mis pensamientos dijo con suavidad:

-No Jorge, el helado está bien. El que no me gusta es usted.

 

martes, 29 de septiembre de 2020

CHEEK TO CHEEK

Aunque daba por sentado que la puerta estaba cerrada, de todos modos giró el pomo. Para su sorpresa, la chapa cedió y la puerta se abrió con un chirrido.  Asomó la cabeza apenas para mirar y mantenerla fuera del alcance de un eventual habitante.

En el dormitorio no había nadie. Aguzó el oído y el silencio le indicó que las otras habitaciones también estaban vacías. Registró con la mirada la habitación: una cama revuelta; máscaras tribales y de teatro colgadas de la pared izquierda. Adherido con cinta adhesiva a la pared que daba a la ventana, un poster exhibía a Louis Armstrong soplando su trompeta. 

Un tocadiscos descansaba en el piso; a su lado se erguía una pila de acetatos; un poco más allá, un saxofón barítono.  

Evaluó el panorama. Evidentemente el cuarto pertenecía a un artista, un actor o un músico aficionado. No se hizo muchas ilusiones. Pero el trabajo es el trabajo, se dijo, y se le ocurrió que tal vez en el interior de los discos pudiera haber dinero guardado.  Se sentó en el piso a revisarlos.

Duke Ellington. Nada. Miles Davis. Nada. Charlie Parker –su favorito–. Nada. Cuando vio Lady in Satin de Billie Holliday dio un respingo ¡Lady in Satin! No había dinero dentro de la cubierta pero el disco no se conseguía por poco precio. Tal vez su dueño no era un artista marginal como había supuesto al principio sino un chico de familia adinerada que exploraba la vida bohemia en un barrio de baja calaña. 

Tal vez guardaba más cosas valiosas.  

El colchón no le dio más que un chirrido de  resortes al apoyar su peso sobre él. En la mesa de noche, un par de preservativos, hojas sueltas emborronadas con esquemas musicales (¡ja! un músico) y debajo de todo, un sobre con dos aspirinas. 

Quiso buscar entre la ropa pero se dio cuenta de que no había closet en el dormitorio. Era claro que no se trataba de un hogar permanente, sino de una guarida para pasar el rato, tal vez un refugio para conquistas furtivas, un escondite. La hipótesis del chico rico empezó a cobrar más forma en su cabeza.

En el baño, por no dejar, levantó el tanque del inodoro y revisó la gaveta. Unos calmantes, un remedio para la tos,  una maquinilla de afeitar. Nada. 

En la cocina… 

Un chirrido. 

La puerta de entrada. 

Evaluó rápidamente sus posibilidades.  Había un armario al lado de la poceta para la ropa. Cerró las dos puertecitas con dedos de seda aplastando un par de camisetas colgadas en ganchos.

Ya adentro del armario siguió la trayectoria de los sonidos con ojos y los oídos muy abiertos. El tañido agudo de unas llaves. Otro chirrido; los resortes del colchón. Se habría sentado en la cama y se estaría quitando los zapatos. Silencio. Tal vez se había acostado a hacer una siesta aunque la gente no acostumbra acostarse inmediatamente al llegar de la calle. De todos modos, en tal insólito caso, esperaría unos veinte minutos, –el tiempo que calculó tarda alguien en dormirse– y saldría corriendo hacia la calle… 

Después de cinco minutos eternos entreabrió la puerta. Estaba sacando la pierna derecha cuando la imponente trompeta de Strange Fruit le hizo saber que el dueño no dormía. Ni dormiría. Imposible usar a Billie Holliday como somnífero. Comprimido en el armario escuchó… 

…Southern trees bear strange fruit… 

Los pies descalzos entraron por la puerta batiente de la cocina. Sintió alivio.

Las piernas suaves, blancas, lisas, le alucinaron una escena de película: los pasos silenciosos, la adolorida voz de Billie Holliday de fondo.

Blood on the leaves and blood on the root… 

Se empinó para ver el resto del conjunto porque las rendijas, inclinadas hacia abajo, no lo dejaban ver más arriba: unas caderas anchas se contoneaban  metidas en una falda corta y ajustada de jean negro. 

Se olvidó por un momento del armario, del robo y del peligro porque la visión lo excitó. 

Se empinó todavía más. El torso de la mujer prodigaba unos pechos firmes que también ondulaban al compas de la canción. Pero había, sin embargo, algo más; un accesorio, algo como un chaleco de correas. Cuando la mujer giró hacia un costado lo entendió. Era una sobaquera de la que colgaba una colt 45. 

La excitación se le esfumó y recordó el armario, el robo, el peligro.  Ya le habían apuntado una vez con un arma y no creía que el hecho de que fuera una mujer quien lo hiciera fuera a cambiar su reacción. ¿Dónde diablos se había metido? ¿En una guarida de policías? ¿De traficantes? Sabía que en el mundo de la violencia no hay discriminaciones de género. 

La mujer se quitó la sobaquera como quien se quita un chaleco y el sonido seco que hizo el arma sobre el mesón de aluminio le dio a entender que era pesada.

Cerró los ojos. Rezó. Respiró de la manera más suave posible. La pierna izquierda se le estaba empezando a encalambrar. 

La mujer se despojó de la blusa. Después de la falda. La mezcla de miedo y lencería de encaje agitó un cotctel de adrenalina y endorfinas en su cabeza que empezó a marearlo. 

For the wind to suck…  cantó la mujer haciendo dúo a Billie Holliday mientras se dirigía a la alacena. Sacó una botella de vino y la puso sobre el mesón al lado de la pistola. Buscó un vaso en el secador de platos. Se sirvió. Tomó un trago largo que acompañó con un gemido de cansancio (que él quiso asimilar a un gemido de lujuria); encendió un cigarrillo, se sentó en un banquillo alto y se puso a mirar por la ventana.

Una corriente de aire entró por la ventana y la hizo estremecer. La vio abandonar el banquillo y acercarse al closet. Si lo abría tendría que actuar. 

Sin embargo un ruido en el dormitorio la hizo sacar el arma de la chapuza. La empuñó con mano firme y precisa y salió de la cocina.

Se le crisparon los nervios. Definitivamente era una mujer de armas tomar; literalmente. 

Podía salir y huir corriendo. Pero  no había otra forma de salir que pasando por el dormitorio. Sería un blanco demasiado fácil, contando con que la mujer tenía el arma y ya estaba preparada para atacar. 

Estaba preparado para oír un disparo, un grito, algo. 

Casi se le salió el corazón cuando escuchó el saxofón de All the things you are. Al parecer la mujer no había encontrado a nadie y había aprovechado para cambiar el disco. No podía decir que se sintiera aliviado. 

La mujer regresó y se olvidó del closet. Volvió a poner la pistola sobre el mesón  y se sentó de nuevo en el banquillo.

El viento de la ventana despeinaba de vez en cuando el penacho del humo del cigarrillo. Estaba absorta, tomaba de vez en cuando de la copa.  

-Está bien, ya puedes salir -dijo la mujer todavía mirando por la ventana. 

Los ojos se le abrieron como pepas. ¿Se refería a él? Aunque, el tono que usó, no le pareció el que se usa para sacar a un ladrón del armario. Esperó. 

Un gato trepó al regazo de la mujer. La sorpresa lo hizo tropezarse con la puerta. Rogó para que la música hubiera atenuado el sonido que en su cabeza se magnificaba por quinientos.  

La mujer acarició un rato al gato.

-Está bien, ya puedes salir. Repitió sorpresivamente la mujer, con un tono más imperativo.  

Ya no le quedó duda. Todo el tiempo la mujer había sabido que estaba allí. Jugaba con él. 

-¡Vamos! ¿Viniste a robarme y ahora tienes vergüenza?

Tenía miedo y una confusa excitación. También se sentía como un idiota al que no le quedaba más remedio que obedecer a una mujer en cuya voz no se vislumbraba ni el más mínimo tono de temor. 

Salió del armario con la cabeza gacha y las manos en la ingle como si estuviera desnudo. Miró a la mujer y después, de reojo, a la pistola.

Una sonrisa de superioridad surcó el rostro de la mujer. Era evidente que él nunca había empuñado una pistola y en cambio ella sí que sabía cómo usarla. 

–Qué ¿vas a tomar la pistola? ¡Adelante!- lo retó.  

Pero él no era demasiado listo ni demasiado agresivo para hacerlo. 

-¿Te parece correcto irrumpir en propiedad privada a robar a una mujer?

“Irrumpir” ¿no era ese el lenguaje de los policías? Aunque su tono era más bien el de una profesora aleccionando a un escolar; una profesora, sin embargo, con un cuerpo soberbio y una colt 45 más grande que cualquier cosa.  

Con toda la calma del mundo la mujer se puso de pie. –El gato saltó hacia el piso-. Se dirigió al mesón de la cocina en donde estaba la pistola. 

Sin apuntarle con la pistola, le ordenó: 

–¡Baila!

–¿Qué? 

Ahora sonaba Mack the knife

Entendió que no le quedaba de otra. Y, tratando de sobreponerse a lo ridículo de la escena, empezó a balancearse. 

And it shows them Pearly white...

La música hacía su trabajo; las piernas se le fueron aflojando. Empezó a disfrutar realmente el baile. Si era lo último que iba a hacer, preferiría despedirse bailando, no sería un mal final. 

And he keeps it, ah, out of sight…

La invitó a bailar con un ademán pero, como no respondiera al gesto, intentó tomarla de una mano.

La mujer le apuntó con la pistola. 

–¡Si me tocas te mato!  

El impulso del baile se detuvo con la amenaza.  

– ¡Quítate la ropa! 

– ¿Qué?

Volvió a apuntarle con el arma y él se quitó los zapatos con el gesto de pudor de quien se somete a un examen médico de rutina. Después los pantalones; la camiseta. Ahora estaba en medias y calzoncillos. Asustado, recogió la ropa tirada en el piso y se la colgó en el brazo como había visto que los presos lo hacen antes de recibir su uniforme. 

Ahora la mujer volvió a mirarlo y le hizo un gesto de que se desnudara del todo. 

Ya sin ropa, humillado y ridículo, la mujer empezó a mirarlo. Suspiró, pero no con excitación sino más bien con el aire dubitativo de quien no se decide a comprar el artículo que ha visto en la vitrina. 

La música se detuvo. La mujer abandonó la cocina y lo dejó ahí, desnudo, esperando. Otra corriente de aire lo hizo temblar involuntariamente. 

Take five, de Dave Brubeck sonó como antesala al regreso de la mujer que esta vez entró tarareando.

Sin mediar palabra le agarró su paquete flácido, asustado, confundido. La sorpresa lo hizo correr hacia atrás. La mujer volvió a tomarlo pero esta vez lo acarició y su miembro empezó a recuperar la confianza. Conducido por el instinto alargó los brazos hacia los pechos de ella. 

El frío del cañón en la cabeza le hizo detener su avance. También su miembro interrumpió el camino de ascenso y regresó a su estado de reposo.  

–¡Más vale que tengas una erección! –lo amenazó, presionándole todavía la cabeza con el cañón. 

Sudaba. Jamás se había visto en una situación así. Jamás había sufrido de impotencia ni nada por el estilo pero la situación lo hacía comprensible. Ni siquiera se atrevió a explicarlo. 

–¡Te doy tres minutos! –gritó la mujer–. ¡Y reza para que te funcione!…. 

El instinto no respondió a sus oraciones. 

Apuntándole con el arma lo dirigió hacia el cuarto. Con el arma, también, le indicó que se acostara en la cama. 

–Tal vez esto pueda ayudarte un poco –le dijo entregándole el arma. 

El la recibió confundido. Nunca había tenido un arma en sus manos, y menos desnudo. Pero la mujer tenía razón; le ayudó. De pronto sintió que era él quien tenía el control. Su miembro también reaccionó. 

Ahora era él quien apuntaba a la mujer. Le hizo un gesto para que se quitara el sostén. Ella obedeció. Después las bragas. Estaba tendido en la cama, la mujer de pie al frente suyo, desnuda; el tenía la pistola. Podía obligarla a hacer lo que quisiera. 

La piel del vientre se le erizó cuando la rozó con el cañón frío. La actitud de superioridad de la mujer había desaparecido. 

La situación era abrumadoramente excitante. Se levantó de la cama. Le apuntó indicándole que se acostara boca arriba. Tiró el arma encima del colchón. Se acostó encima de ella. Le tomó los brazos. La penetró. El tono de los gemidos armonizaba con el tono de cansancio que había escuchado en la cocina.   

Cuando se decidió a descansar, exhausto, se quedó mirándola, entre emocionado y atontado.  

La mujer estiró el brazo y tomo la pistola que había caído al lado de la cama. Retiró el seguro de la pistola.  

–¡Vístete y lárgate de aquí!… 

No era juego. 

La mujer se puso de pie y se acodó en la ventana dándole la espalda. Sonaban los acordes de Cheek to cheek. 

Después de vestirse se dirigió a la puerta. 

–¡Eh! –le dijo la mujer sin voltear cuando giró el pomo para abrirla– ¡Y déjala sin seguro!


martes, 8 de septiembre de 2020

SERVICIO AL CLIENTE

El tamaño de la nave no era mucho mayor que el de un automóvil; sin embargo, sus luces brillaban con una intensidad que obligó a los trabajadores y clientes de los negocios a taparse los ojos con el brazo para proteger su visión. 


Al cabo de unos segundos, las luces fueron disminuyendo de intensidad y dejaron ver a un ser que había adoptado, tal vez para evitarse explicaciones, la forma que los terrícolas les atribuyen a los extraterrestres en sus películas.

Pasados unos segundos más -estos eternos-los habitantes del barrio empezaron a pensar que el extraterrestre iba a advertirles sobre las consecuencias de la conducta humana o que iba a escoger a algunos para darles un tour interespacial; pero lo que hizo fue guardar silencio y dirigirse, con paso decidido, como si supiera exactamente a dónde ir, a la carpintería ubicada en la esquina occidental de la cuadra.

Allí, un señor de barba rala y camisa desabotonada hasta el vientre se ocupaba de lijar un taurete, sin que el aterrizaje de la nave pareciera haberle causado mucho estupor o como si ni siquiera se hubiera enterado del suceso.

-Señor -le dijo en un perfecto acento del lugar el extraterrestre. 

Y cómo el señor no respondiera, una vez más, con un poco más de volumen: 

-Señor!

El carpintero se dio vuelta con algún desgano y lo miró.

-Puede fabricar este repuesto? - el extraterrestre le extendió con la mano una pieza similar a un carburador.

El carpintero la tomó en sus manos y la valoró con ojo experto. 

-Claro que sí don, yo sí se la hago pero ahorita estoy muy ocupado. Eso se le demora unos diítas...

-Cuántos - preguntó con tono neutro el alienígena. 

-Mmmm... Yo calculo... que... para el jueves -dijo el carpintero. 

El extraterrestre le dejó la pieza y cuando dio la vuelta para dirigirse a la nave...

-Don!... pero me tiene que dar un adelanto.

-De cuánto -dijo inexpresivo el alienígena. 

-Serian... qué, unos cien mil pesitos...

El extraterrestre pareció dudar pero tal vez necesitaba realmente el repuesto. Demorarse más de la cuenta era algo inadmisible para sus superiores que lo habian enviado a una importante misión y que esperaban en fecha precisa sus informes. Así que le entregó los cien mil pesos al carpintero advirtiéndole sobre la importancia del repuesto y abordó la nave que desapareció con la velocidad del rayo.

El jueves en la mañana, según lo acordado y con mucha menos sorpresa de los trabajadores y habitantes de la cuadra, la nave volvió a aterrizar emitiendo sus luces y su silencio. 

Al ver al extraterrestre el carpintero lo saludó con un mínimo gesto.

-Viene por el repuesto? 

El extraterrestre no respondió. Probablemente en su planeta acostumbraban prescindir de las comunicaciones obvias.

-Lo que pasa don -retomó el carpintero- es que no pude conseguir el mototool para terminar la pieza. El que me lo alquila está haciendo un trabajo por fuera. 

Una vez más el extraterrestre respondió con un mutismo significativo.  

-Dios mediante el martes porque el lunes es festivo.

Al extraterrestre se le encendió entonces una luz de color naranja en el vientre. Pareció tomar aire y se fue.

El martes por la tarde, no solo la gente no se sorprendió por el aterrizaje, sino que un conductor le pitó y le gritó al extraterrestre porque al parecer estaba estorbando el paso. En la carpintería habia esta vez un humano diferente, más joven.

El extraterrestre se dirigió a él: 

-Repuesto.

-Qué repuesto?  - dijo el hombre. 

-Repuesto Nave. (Sabía que así  hablaban los extraterrestres en las películas y que el uso de preposiciones y articulos no era necesario para hacerse entender).

-Aquí no hay ningún repuesto -dijo el hombre, y continuó dándole una mano de pintura a un nochero...

-Es que el señor... -quiso explicarse el extraterrestre. 

-Ah! -dijo el otro-. Pedro?... Pedro no está,  el salió. Y lo mas seguro es que se demore. Le recomiendo que vuelva mañana.

Una luz de color fucsia se encendió en el vientre del extraterrestre con más intensidad que la vez anterior mientras permanecía inmóvil ante el hombre que continuaba pintando el nochero. 

Después de 40 minutos en la misma posición el alienígena se dio la vuelta.  La luz del vientre habia pasado a un rosa más tenue. Regresó a su nave. Tal vez cerró la puerta con algo más de vigor que la vez anterior. 

Al dia siguiente el extraterrestre no apareció.  Ni al siguiente, ni al siguiente, y los lavadores callejeros de autos que habían pensado en ofrecerse para lavarle el vehículo, los distribuidores de pinturas que habían advertido algunas magulladuras en la nave izquierda de la nave, los cerrajeros, que se creian con más derecho a fabricar piezas para naves que el carpintero y los trabajadores de la cuadra y los vendedores ambulantes presintieron que ya no iba a volver y  lamentaron su presagio porque ya habian empezado a idear formas de comerciar con él, ya que, según los rumores, pagaba por adelantado y sin regatear los precios.

El lunes de la semana siguiente, contra todos los pronósticos de los vecinos, el extraterrestre volvió a aparecer, pero, a pesar de ser día de semana, la carpintería estaba cerrada. 

Mientras parecía meditar en sus actos inmediatos una horda de emprendedores se fue arremolinando a su alrededor ofreciéndole pinturas, molduras, adornos, souvenirs.

A todos les decia:

-Carpintero. Nave. Repuesto. 

Pero nadie le daba razón del carpintero ni de la carpintería. 

Esta vez su vientre osciló entre el rojo y el verde con una intensidad que hizo pensar a algunos distraidos que se trataba de un adorno navideño. 

La nave voló. Tal vez el repuesto no era absolutamente necesario para que la nave regresara a su planeta de origen, o, tal vez vencido, el alienígena había decidido intentar otro proveedor.

Después de dos semanas la historia del extraterrestre no era más que una simple anécdota para los habitantes del sector. Las distribuidoras de materiales despachaban bultos de cemento y adobes, las ferreterías distribuían sus tornillos y sus tuercas y el  carpintero seguia trabajando como siempre,  lijando su taurete. A nadie se le ocurrió preguntarle por el repuesto ni por los cien mil pesos ni por nada porque su comportamiento, a pesar de lo novedoso del cliente, no era para nada novedoso. Entre tanto el extraterrestre entregaba sus informes al comité de asuntos interpalanetarios, el cual, después de valorarlos con el mismo cuidado con que el carpintero había valorado el repuesto de la nave, emitió su resolución: 

Planeta inviable. Destrucción total. El jueves.